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lunes, 26 de noviembre de 2012




La profesión docente y la ética
del cuidado 

 
Victoria Vázquez Verdera (*)

 Juan Escámez Sánchez (*)
  
 Resumen 
El presente artículo trata sobre la profesión docente en el marco de la ética del cuidado, tal como la entiende N. Noddings, y de la profesión docente, como servicio público y escenario privilegiado de la ética aplicada. El cuidado por los otros ciudadanos, hombres y mujeres de carne y hueso, es una clave de la ética y una exigencia insatisfecha en las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Por lo tanto, es necesario abrir el escenario de la discusión pública sobre el cultivo docente para que el profesorado y los estudiantes adquieran las competencias de escuchar y atender los intereses y las necesidades de los sujetos usuarios de sus servicios. El procedimiento metodológico que se ha seguido es la hermenéutica crítica para detectar principios éticos y valores cívicos compartidos sobre el cuidado, tan necesario en la vida social.

Palabras clave: Profesión docente, ética del cuidado, ética aplicada, ética cívica.
 
 1. La profesión docente en las actuales sociedades complejas 
Descrita de una u otra manera, la concepción actual de profesión se refiere a una actividad social institucionalizada que proporciona una serie de bienes o servicios necesarios para la sociedad. Se requiere de una formación especializada y reconocida para ejercerla, y la desempeñan colectivos, que establecen las normas aceptables para su ejercicio, a través de códigos éticos (Hortal, 2002).
Las profesiones han surgido a lo largo del tiempo, y continúan surgiendo para responder a las necesidades sociales. Así, se puede decir, con propiedad, que son realidades dinámicas. Según las circunstancias, las profesiones modifican sus metas, las formas de acceso a ellas, las relaciones entre los colegas del colectivo profesional y con los usuarios. El profesional es una persona que ha adquirido determinadas competencias, reconocidas socialmente para aportar un bien o un servicio a los demás y a la sociedad; así, por ejemplo, ayuda a conservar o recuperar la salud, asesora legalmente, colabora en el proceso de la educación de los hijos, soluciona los conflictos en la familia o planifica la construcción de vías de comunicación entre unos lugares y otros. Con el ejercicio de cualesquiera de esas actividades, el profesional pretende ganarse económicamente la vida. La importancia social y moral del ejercicio de una profesión reside en el bien específico que aporta a la sociedad en general o a los miembros de la misma.
La buena práctica o el ejercicio de la profesión hacen que el profesional, a la vez que aporta un servicio a los demás y a la sociedad, adquiera un carácter o personalidad ética. Por ello, es importante revitalizar las profesiones recordando cuáles son sus fines legítimos y qué competencias es preciso desarrollar para alcanzarlos. Cuando el profesional adquiere y ejercita de modo excelente sus competencias, se forma como ciudadano y como persona moral. Un profesional excelente es aquel que compite consigo mismo para ofrecer un buen producto profesional; no se conforma con la mediocridad profesional, sino que aspira a la excelencia en el servicio a las personas que le requieren como usuarios de su profesión. Para esa revolución moral de la vida corriente es necesario apuntar si queremos profesiones y profesionales que contribuyan a una sociedad civil decente y vigorosa (Cortina, 2000).
El momento histórico en el que se ejercita la docencia actualmente, se caracteriza por la interdependencia estructural. El planeta y la humanidad, en su conjunto, se encuentran afectados por un sistema de interdependencias en las relaciones económicas, culturales, políticas y religiosas. Dicho en otras palabras, la interdependencia tiene que asumirse como una realidad que demanda imperativamente respuestas para asegurar la supervivencia de la humanidad. Esta situación de interdependencia a la que se ha llegado, genera la obligación de sobrevivir juntos, de mantener y mejorar las condiciones de vida en el pequeño y castigado planeta que compartimos; de dignificar la vida en todas sus formas, especialmente la humana (Escámez, 2004). Cuando la interdependencia se reconoce así, su correspondiente respuesta moral es la solidaridad y la ética del cuidado.
La ética del cuidado entiende al ser humano como un ser en relación, rechaza la idea de un individuo ensimismado y solitario. El sujeto humano no está cerrado en sí mismo, sino vinculado a una realidad social y a otros seres humanos. No es absolutamente independiente y necesita a otros en situaciones de carencia o vulnerabilidad. También necesita que se le reconozca en el resto de situaciones y que los otros den significado a sus acciones y a sus proyectos. Además, las acciones humanas involucran a otros, es decir, las acciones de una persona o grupo de personas aumentan o limitan las posibilidades de acción de las demás personas. Por eso, se afirma que el hecho ontológico de la interdependencia provoca que la misma práctica del cuidado se aprenda en función de las condiciones de posibilidad creadas en las relaciones interpersonales concretas.
La docencia es una actividad ocupacional que tiene todas las características por las que se define una profesión: a) presta un servicio específico a la sociedad; b) es una actividad social encomendada y llevada a cabo por un conjunto de personas que se dedican a ella de forma estable y obtienen de ella su medio de vida; c) los docentes acceden a la profesión tras un largo proceso de capacitación, requisito indispensable para estar acreditados y poder ejercerla; y d) forman un colectivo organizado (colegios profesionales y sindicatos) que tiene o pretende tener el control monopolístico sobre el ejercicio de la profesión.
La profesión de la docencia es una práctica relacional, que se caracteriza por ser una actividad en la que el profesorado tiene la responsabilidad de facilitar el desarrollo de su alumnado en todas las dimensiones de su personalidad. Para esto, es fundamental el compromiso de establecer y mantener relaciones de confianza y cuidado. Los productos más valiosos del proceso de enseñanza-aprendizaje son, sobre todo, relacionales como: el entusiasmo intelectual, la satisfacción compartida ante un descubrimiento o ante un material nuevo, la experiencia de seguridad en una clase con un clima de entendimiento y cortesía (Noddings, 2003a).
Desde la perspectiva de la ética del cuidado, el buen ejercicio profesional docente incluye la creación de relaciones de confianza mutua, que permiten al profesorado conocer a su alumnado y plantear las intervenciones educativas en función de los intereses y las necesidades del mismo. El profesional de la docencia es invitado a diseñar su intervención con base en preguntas del siguiente tipo: ¿Cómo mi asignatura puede servir a las necesidades de cada uno de mis estudiantes?, ¿cómo puedo ayudarles en la promoción de su inteligencia y sus afectos?, ¿cómo puedo lograr contacto con la mayor parte del alumnado?, ¿cómo puedo ayudar a que cuiden de sí mismos, de otros seres humanos, de los animales, del entorno natural, del entorno hecho por el ser humano y del maravilloso mundo de las ideas? (Noddings, 1992).
 
El profesorado, que realiza prácticas docentes buenas, también es un ciudadano ético, puesto que contribuye a generar capital social en la comunidad civil a la que pertenece. Las buenas prácticas docentes generan la confianza de los ciudadanos en el profesional y en sus colegas de profesión, satisfacen las expectativas sociales sobre el significado de la profesión y la fiabilidad de la misma para resolver los problemas personales y sociales. Cuando una sociedad tiene capital social abundante se facilitan las relaciones de sus miembros, se dinamizan las energías propias de esa sociedad y se produce desarrollo humano.
Las prácticas docentes que generan capital social son aquellas que encarnan los valores de la ética civil, es decir, prácticas que potencian la autonomía del profesional y de los usuarios, las relaciones horizontales entre los miembros de la sociedad y el respeto entre los actores de la comunidad educativa (Cortina, 2001).
Los valores de la ética civil como la dignidad de la persona, la justicia, la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia o el respeto activo, la participación en los asuntos públicos, la paz y la responsabilidad, son los valores básicos que toda persona debe poseer para que no se manifieste en ella una deficiencia de humanidad. Son los valores que tienen que estar presentes en las relaciones humanas para que pueda decirse que hay un clima ético en las mismas. Son los valores que están en la base de los derechos humanos (Escámez, 2004): el valor de la dignidad humana es el gran tronco que sustenta todos los derechos humanos; el valor de la libertad se desglosa y concreta en los derechos humanos civiles y políticos (primera generación de derechos humanos); el valor de la igualdad se concreta y desglosa en los derechos humanos sociales y económicos (segunda generación); el valor de la solidaridad se concreta y desglosa en los derechos humanos a un medio ambiente sano, a la paz y al desarrollo de las capacidades personales y de los pueblos (tercera generación de derechos humanos).
La práctica de la ética civil resulta benéfica para el conjunto de la sociedad. Es un bien público porque genera hábitos de confianza y solidaridad. Las buenas prácticas docentes y las prácticas profesionales éticas son uno de los flujos potentes para construir sociedades a la altura de la dignidad humana.
Una docencia llena de eticidad es aquella que está a la altura de la dignidad humana y, en consecuencia, es también gratificante y satisfactoria. Es decir, introduce un sentimiento profundo de satisfacción en el alumnado y en el profesorado, a la vez que produce resultados satisfactorios. En este sentido, una de las más destacadas pioneras en el ámbito de la educación para la ética del cuidado, Nel Noddings (2001), afirma que el éxito académico sin el afecto positivo es moral y estéticamente vacío.
En los centros escolares actuales es tanta la preocupación por alcanzar los objetivos curriculares relacionados con las disciplinas académicas, que es fácil olvidar los asuntos que realmente preocupan al alumnado y que están relacionados con el sentido auténtico de la educación: dar y recibir cuidado, con el consiguiente aumento del bienestar y de la autorrealización de docentes y discentes. El alumnado necesita saber que el profesorado se preocupa de ellos como profesionales y como personas (Noddings, 1992). Por eso, el profesorado, además de instruir en ciertos saberes académicos, ha de desarrollar relaciones interpersonales que enriquezcan a todos con nuevos modos de interpretar la realidad; con nuevos valores y actitudes, y con calidad en los comportamientos.
 2. La práctica docente como ética aplicada 
La práctica docente, además de ser una práctica técnica, es una práctica ética en el sentido de que realiza o actualiza los bienes sociales que le son propios. Una práctica profesional ética es una acción moralmente informada; de ahí que las prácticas no sean un medio para producir el bien o los valores a los que se aspira, sino el lugar mismo donde se encarnan y viven los valores (Puig, 2003). Estos valores son, por ejemplo: el respeto a la dignidad de los usuarios del servicio docente; la ayuda que se les presta; la responsabilidad para con ellos y para con la comunidad social a la que se garantiza la satisfacción de sus necesidades por la prestación de servicios profesionales competentes (Chávez, 2008); la colaboración para que sea el usuario mismo quien se responsabilice de su vida y de la solución de sus problemas, y el diálogo desde el reconocimiento del otro como interlocutor válido.
El reconocimiento de todo sujeto de la comunidad educativa –o de todo afectado por las decisiones que se tomen en dicha comunidad– como interlocutor válido es consustancial a las éticas aplicadas. Lo que se debe hacer en la docencia, se tiene que forjar en las distintas esferas de la vida social (en comisiones, en comités, en códigos y en la opinión pública) que constituyen la intersubjetividad moral que se va descubriendo mediante la reflexión y la acción (Domingo, 2008).
 
Las éticas aplicadas, como es el caso de la ética docente, nacen de la reflexión pública, su tarea consiste en resolver cuestiones también de carácter público y tienen un papel esencial qué cumplir en la deliberación de la sociedad (Conill, 2003).
La esfera de la opinión pública es una institución indispensable de la sociedad civil en una comunidad política pluralista. En un Estado justo, lo que debe trasmitirse en la educación no puede fundarse en la voluntad particular de un soberano ni de un grupo particular, sino en la voluntad racional de lo que todos podrían querer, por lo que es indispensable una publicidad razonante.1
Los profesionales docentes deben promover la responsabilidad de cada miembro del aula respecto a sus compañeros, su familia y la sociedad, y así desarrollar el compromiso ético (Escámez y Gil, 2001). Sus intervenciones tienen que orientarse a crear disposiciones que faciliten ocuparse de los otros, a estimular la voluntad de participación real en los asuntos públicos, que coloca a los miembros de la comunidad política como protagonistas; que pasan de individuos objeto de ayuda a sujetos de colaboración entre ellos. Los docentes han de promover la autonomía personal del alumnado, que no es otra cosa que el aprendizaje que mejora los niveles de la conciencia y de las decisiones personales (Escámez, 2007) en los asuntos que a uno le conciernen.
El profesional docente ha adquirido, se supone, no sólo conocimientos y habilidades, sino también modos de hacer, sentido de pertenencia a un colectivo profesional y a una tradición centrada en la mejor prestación del servicio que le es propio. En la socialización dentro de su colectivo profesional el docente adquiere el sentido de lo que es ser un buen profesional, cuáles son sus obligaciones y el modo de interpretarlas en el presente, desde una historia del ejercicio profesional, a partir de sus mejores logros y de sus desviaciones o malas prácticas (Hortal, 2003).
No se puede hacer un planteamiento moral en general de lo que se debe hacer en todas las profesiones, sino que la ética profesional docente tiene que construirse desde sus propias fuentes (Conill, 2003). La primera de ellas son los colectivos docentes que proponen normas o códigos desde el conocimiento concreto del servicio y la función social que prestan, desde las responsabilidades profesionales, la experiencia contrastada de las buenas maneras en la forma de actuar y de enfrentarse a los problemas del aprendizaje y de la enseñanza. La segunda fuente son las teorías o reflexiones morales de los pensadores que se han dedicado a las éticas aplicadas. La tercera fuente son los usuarios del servicio de la docencia en sus distintas modalidades: alumnado, familia, instituciones educativas, empleadores y las diversas instituciones en las que se manifiesta la riqueza plural de las sociedades complejas actuales.
La ética del profesional docente, en la actual sociedad del conocimiento, tiene que ser construida entre todos los ciudadanos a quienes afectan las decisiones que se toman en el terreno de la enseñanza y el aprendizaje (Cortina, 2003). Las decisiones que se toman en el sistema educativo afectan a toda la ciudadanía, de una u otra manera, y esto plantea la exigencia de asumir no sólo la perspectiva del experto, ni –en su caso– la del representante sindical o colegial, sino la de todas las personas afectadas por las decisiones, que no son simples objetos beneficiarios de ellas (como querría un despotismo ilustrado), sino sujetos autónomos, facultados para y con derecho a participar significativamente en tales decisiones. Esa participación de todas las personas implicadas es necesaria en una democracia real y en una sociedad civil vigorosa.
Como se ha dicho con anterioridad, la consideración del sujeto como interlocutor válido para configurar la ética profesional docente constituye el trasfondo común a todas las éticas aplicadas. En todas ellas el afectado, en último término, es quien está legitimado para exponer sus intereses, y sólo deben considerarse legítimas aquellas normas que satisfagan intereses universales.
Desde esta perspectiva, en una sociedad del conocimiento compleja como la actual, la ética docente debe atender al menos a cinco puntos de referencia (Cortina, 2003):
las metas sociales por las que cobra su sentido; los mecanismos adecuados para alcanzarlos en una sociedad moderna; el marco jurídico-político correspondiente a la sociedad, expresado en la constitución y en la legislación complementaria vigente; las exigencias de la moral cívica alcanzada por la actual sociedad, y las exigencias de una hermenéutica crítica, como marco de fundamentación de las normas de actuación ética.
La práctica profesional docente, desde la perspectiva relacional, consiste en acoger, escuchar y conocer al otro para actuar a favor de las necesidades expresadas por él. Noddings (2005) plantea la pertinencia de diferenciar entre necesidades expresadas y necesidades inferidas. A veces, sucede que las necesidades más profundas permanecen ocultas, incluso para quienes las tienen, y no son expresadas; por eso, es importante desarrollar relaciones interpersonales auténticas para escuchar, incluso en el silencio, las necesidades de la otra persona. Las necesidades expresadas son aquellas que parten de la persona que recibe el cuidado y son comunicadas por medio del lenguaje verbal o no verbal. En cambio, las necesidades inferidas provienen de otra persona distinta a aquélla que ha de recibir el cuidado.  
 3. Las metas y los contenidos de la docencia 
La docencia, tal y como la proponía el primer modelo ilustrado, intentaba transmitir la ciencia, la visión científica del mundo, o al menos capacitar al estudiantado para acceder a esa visión. De la ciencia se esperaba el remedio de los males materiales y sociales de la humanidad. Con el tiempo, ha ido quedando claro que eso no es así.
De la escuela se espera que contribuya a la formación de las personas de modo que puedan participar plenamente en la vida y en la cultura de la sociedad en la que han nacido (Hortal, 2000). Se espera mucho más, quizás demasiado. Cada vez que algo no funciona en la sociedad, se pretende que sea ella la que lo haga funcionar: si hay desigualdades sociales se introduce la educación compensatoria, si hay accidentes de tráfico se introduce la educación vial, si se deteriora el medio ambiente se introduce la educación ambiental o la educación para el desarrollo sostenible, si hay violencia de género se introduce la educación para la igualdad, si estallan conflictos interculturales o violencia ciudadana se promociona la educación para la ciudadanía, etcétera.
Hace años, Fernando Savater (1997) hizo una pregunta acertada: ¿Qué es lo que puede enseñarse y debe aprenderse en las escuelas? Ciertamente, si se intentara una respuesta filosófica amplia el empeño sería abrumador, pues se toparía con el problema de los fines de la educación. Una reflexión sobre tales fines recae en el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza y sobre las relaciones entre los seres humanos. La profundidad del cambio social que tiene lugar actualmente obliga a reformular las preguntas básicas sobre los fines de la educación, sobre quiénes asumen la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones y sobre qué legado cultural, qué valores, qué concepción del hombre y de la sociedad se quieren transmitir (García, Escámez, Martínez y Martínez Usarralde, 2008). Tal empeño nos llevaría muy lejos y, quizás, por derroteros poco prácticos para orientar a los docentes en una sociedad como la nuestra, tan compleja y plural en las concepciones de la vida buena.
Savater (1997) recomienda acudir al ideal educativo de los griegos para ver si se encuentra alguna respuesta acertada para esta sociedad del conocimiento en la que vivimos. Entre los griegos, había una distinción de funciones que aún persiste en algunos docentes: la que separa la educación propiamente dicha, por un lado, y la instrucción, por otro. Cada una de las dos era ejercida por una figura docente específica, la del pedagogo y la del maestro. El pedagogo era un fámulo que pertenecía al ámbito interno del hogar y que convivía con los niños y adolescentes, instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por el desarrollo de su integridad moral. En cambio, el maestro era un colaborador externo a la familia y se encargaba de enseñar a los niños una serie de conocimientos instrumentales como la lectura, la escritura y la aritmética. La tarea educativa del pedagogo era considerada primordial y se le tenía gran estima; mientras que el maestro era un simple instructor y su papel estaba valorado como secundario.
Por mucho que algunos todavía se empeñen, la contraposición educación versus instrucción resulta hoy notablemente obsoleta y muy engañosa para los contenidos que han de enseñarse y deben aprenderse en el sistema educativo:
Nadie se atreverá a sostener seriamente que la autonomía cívica y ética de un ciudadano puede fraguarse en la ignorancia de todo aquello necesario para valerse por sí mismo profesionalmente (...) ¿Cómo puede instruirse a alguien en conocimientos científicos sin inculcarle respeto por valores tan humanos como la verdad, la exactitud o la curiosidad? ¿Puede alguien aprender las técnicas o las artes sin formarse a la vez en lo que la convivencia social supone y en lo que los hombres anhelan o temen? (Savater, 1997, pp. 47-48).
La ética del cuidado invita al profesorado de las distintas disciplinas a que amplíen y profundicen sus relaciones afectivas con la materia objeto de estudio, explorando sus conexiones con otras asignaturas, las vidas individuales del profesorado y del alumnado, y las cuestiones existenciales. De ese modo, los estudiantes podrán mostrar un verdadero entusiasmo por la asignatura y los docentes podrán provocar en su alumnado también respuestas afectivas positivas hacia su materia.
Como manera de explorar dichas conexiones se propone construir un repertorio de historias o narraciones. Los profesores recogen historias procedentes de la literatura científica, literaria o personal, que se conectan a su vez con las asignaturas que imparten otros profesores. Con esto, se favorece el trabajo interdisciplinario entre el profesorado y el interés por asuntos significativos para la vida, que van más allá de la parcelación de las disciplinas.
 
Lo anterior fácilmente puede llevar al profesorado y al alumnado a experimentar un entusiasmo renovado por enseñar y aprender, a través del uso de historias o narraciones que invitan a la aparición de respuestas afectivas hacia los contenidos de la enseñanza y el aprendizaje. La literatura que el profesorado selecciona teniendo en mente los intereses del alumnado, debe cumplir dos criterios básicos: que sea ampliamente juzgada como una obra de calidad alta, y que el profesorado la encuentre lo suficientemente provocadora (Noddings, 1996).
La meta social de la docencia consiste en la transmisión de la cultura y la formación de personas críticas. Ése es el bien que legitima la docencia y que tiene que ser respetado escrupulosamente por los que se dedican a ella, si pretenden ser profesionales éticamente competentes. Sin embargo, en la actual sociedad del conocimiento el docente tiene que prestar una especial atención a la segunda parte de tal meta social: el desarrollo o la promoción del pensamiento crítico de los estudiantes, que tiene que ver con el desarrollo de la racionalidad e implica que los estudiantes lleguen a comprender lo que hace que un razonamiento sea bueno; a mejorar sus habilidades para observar e inferir, generalizar, expresar hipótesis, concebir alternativas, evaluar afirmaciones, detectar problemas y percatarse de la acción apropiada. Obviamente, la adquisición de un pensamiento crítico también supone determinadas actitudes como la curiosidad intelectual, la objetividad, la flexibilidad, la honestidad y el respeto al punto de vista de los otros.
El desarrollo o la promoción del pensamiento crítico del alumnado exige al docente: a) la estimulación del debate entre el alumnado, y el entrenamiento para que aporte y solicite generando pensamiento público; b) el planteamiento de los conocimientos, como resultados de problemas que han preocupado a la gente de otras épocas o a las personas de hoy; y, sobre todo, c) la honradez veraz para señalar lo mucho que se desconoce en el campo que se está tratando.
Respecto a las metas sociales de la ética docente, hay orientaciones precisas y de indudable autoridad: los informes internacionales de los comités constituidos para ello. Ciertamente en las éticas aplicadas, como la ética profesional docente, es necesario atender las voces de quienes trabajando en los distintos ámbitos, con rigor y seriedad, se preocupan para que el trabajo se lleve a cabo de acuerdo con el nivel de ética cívica alcanzado por la sociedad. Justamente en descubrir esos valores compartidos y en aventurar, desde ellos, respuestas responsables, se comprometen las comisiones nacionales e internacionales y los comités de ética de las instituciones públicas, que van descubriendo cómo un mínimo de acuerdos morales traspasa las fronteras y va forjando una ética cívica transnacional (Cortina, 2003).
En el caso de las metas sociales, que legitiman éticamente la profesión docente, el Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, presidida por Jacques Delors, las establece así:
Para cumplir el conjunto de las misiones que le son propias, la educación debe estructurarse en torno a cuatro aprendizajes fundamentales, que en el transcurso de la vida serán para cada persona, en cierto sentido, los pilares del conocimiento: aprender a conocer, es decir, adquirir los instrumentos de la comprensión; aprender a hacer para influir sobre el propio entorno; aprender a vivir juntos para participar y cooperar con los demás en todas las actividades humanas; por último, aprender a ser, que recoge elementos de las tres anteriores (Delors, 1996, pp. 95-96).
En una página posterior del mismo Informe (Delors, p. 109), hace una excelente síntesis de las metas sociales o el servicio que debe prestar la profesión docente al aprendizaje de los usuarios de la misma: aprender a conocer, combinando una cultura general suficientemente amplia con la posibilidad de profundizar en los conocimientos de un pequeño número de materias, lo que supone además, aprender a aprender para poder aprovechar las posibilidades que ofrece la educación a lo largo de la vida; aprender a hacer con el fin de adquirir no sólo una calificación profesional, sino, más generalmente, una competencia que capacite al individuo para hacer frente a gran número de situaciones y para trabajar en equipo, pero también, aprender a hacer en el marco de las distintas experiencias sociales o de trabajo que se ofrecen a los jóvenes y adolescentes; aprender a vivir juntos, desarrollando la comprensión del otro y la percepción de las formas de interdependencia, realizando proyectos comunes y preparándose para tratar los conflictos, respetando los valores de pluralismo, comprensión mutua y paz; aprender a ser para que florezca mejor la propia personalidad y se esté en condiciones de obrar con creciente capacidad de autonomía, de juicio y de responsabilidad personal. Con tal fin, no menospreciar en la educación ninguna de las posibilidades de cada individuo.
En los sistemas educativos formales no hay que dar prioridad a la adquisición de los conocimientos en detrimento de otras formas de aprendizaje, importa concebir la educación como un todo. La educación para la ética del cuidado defiende que los afectos y las emociones pertenecen al proceso educativo, porque tienen la capacidad de aumentar la pasión por el aprendizaje, aliviar el sentimiento de aislamiento y mejorar el funcionamiento de la clase. Conocer a través del uso de la razón no debe provocar que se ignore el papel que juegan los sentimientos y las emociones en el mismo proceso de aprendizaje y la interpretación de la realidad; por eso, es necesaria una educación que haga posible el equilibrio entre la razón, el afecto y las emociones (Noddings, 1996).
 4. La práctica docente como encuentro interpersonal 
La docencia ética implica el encuentro interpersonal: una posibilidad para el cuidado, que involucra a toda la persona, puesto que es la participación en una relación que implica la acogida completa del otro (Noddings, 2003a). En la relación que se instaura entre el profesorado y el alumnado se inicia el proceso de la educación; tan pronto se empieza a conversar, se incide ya en el aprendizaje. La intervención profesional empieza en el encuentro mismo donde comienza a ordenarse la experiencia, a percibirse el sentido o el sinsentido de la propia escuela, a experimentar la confianza o el rechazo entre profesional y usuarios. La educación sistemática e intencional se concibe como un sistema de comunicación interpersonal, donde los mensajes se seleccionan y se estructuran de acuerdo con ciertos propósitos y las capacidades receptivas del educando.
¿En qué consiste este encuentro para que se caracterice como una relación de cuidado, acompañamiento o ayuda? Las disposiciones éticas que lo hacen posible son saber estar juntos, saber ser, saber hacer y, por supuesto, saber conocer (Delors, 1996).
 
En cuanto a la primera, saber estar juntos, con frecuencia se ha entendido que los servicios del docente se reducen sólo al polo de la instrucción. No cabe duda que resulta esencial el contenido técnico ofrecido por el profesional, pero la calidad ética empieza en la relación personal misma. Se requieren todos los conocimientos técnicos y científicos, pero también se requieren la empatía y la intuición personal. La calidad de la docencia está en saber articular ambos elementos.
En la docencia, entendida como relación de ayuda, acompañamiento y cuidado del alumnado por el profesorado, se integran ambas dimensiones y se crea una interacción entre la persona capaz de dar ayuda y las que tienen necesidad de recibirla. Es el vínculo mismo, que se despliega en un ir y venir entre los participantes, lo que genera la relación de ayuda. No se trata de una mera prestación que el experto concede a unos clientes, sino de una interacción entre ambos: la sustancia misma de la docencia acontece siempre a través de la relación (Yurén, 2005).
En consecuencia, el aprendizaje no está fabricado por el experto ni está disponible en forma de objeto, sino que se elabora en el curso del proceso de interacción, mediante sinergias entre todos los que intervienen: experto o docente y usuarios o alumnado. Si se produce el aprendizaje, será siempre como un efecto emergente de la relación entre los participantes: docentes y alumnado. En la docencia el experto solo no puede elaborar una situación de aprendizaje, ni siquiera en el caso de que el alumnado acepte su enseñanza. Solamente se produce el aprendizaje si entre el docente y el alumnado acontece una relación que les une, un puente que les vincula. El profesional docente es, fundamentalmente, un impulsor que activa los dinamismos vitales de los alumnos.
En cuanto a la segunda disposición ética, saber ser, la puerta de entrada al aprendizaje educativo es la competencia como profesional, pero, sobre todo, la humildad personal y el respeto del docente ante una situación que le sobrepasa. Al contrario que en otras profesiones, el docente no puede pretender la absoluta seguridad que concede el manejo de los conocimientos técnicos ni el control absoluto de los acontecimientos. Sabe que nadie tiene la clave del aprendizaje educativo. La educación está preñada de incertidumbre.
La educación se puede describir como un proceso inseguro con un resultado incierto. Por ello, la prepotencia del docente nunca está justificada, ya que la lógica del aprendizaje educativo encierra siempre un plus de complejidad. Para un profesional de la docencia, aceptar el sentido de sus límites supone una fuerte seguridad interior que no está reñida con una cierta incertidumbre en los medios. Una seguridad que genera lo que Hans Jonas (1995) llamó el “coraje de la responsabilidad”, la fuerza de la esperanza que anima a poner todos los esfuerzos y los medios para que el alumnado aprenda, a pesar de las dificultades.
En cuanto a la tercera disposición, el saber hacer, la necesidad de ayuda se puede resolver por dos conductos: al modo como lo hace la técnica o al modo como lo hace la sabiduría práctica. El hacer de la técnica tiene pretensiones de validez general y se sustenta sobre un proyecto disponible, que se ejecuta siempre siguiendo un protocolo uniforme.
El hacer de la sabiduría práctica supone la deliberación consigo mismo y con los otros, y se sustenta sobre la decisión entre diversas posibilidades. La deliberación consiste en analizar imaginativamente, entre todos, las consecuencias favorables y desfavorables de las diversas posibilidades, y optar por aquella que sea más aceptable para todos los implicados en las situaciones de enseñanza-aprendizaje. No se trata sólo de buscar el medio adecuado para alcanzar un fin establecido, sino, sobre todo, de concebir lo que debe ser y lo que no, lo que es conveniente y lo que no lo es.
La profesión de docente obtiene su calidad ética cuando se ejerce como una sabiduría práctica que está preñada de incertidumbre, debido a la complejidad del ser humano y de su aprendizaje. Es necesario romper el esquema perverso por el cual el experto o docente tiene la solución y los usuarios o el alumnado tienen el problema.
En cuanto a la cuarta disposición ética, el saber conocer, el docente debe emplear sus conocimientos y destrezas para enseñar y ayudar al alumnado en la solución de los problemas que se plantean, procurando ofrecerle una prestación experta y competente que le facilite la comprensión técnica, científica y social de los conocimientos impartidos.
Por otro lado, el docente no debe servirse de sus conocimientos y destrezas profesionales para fines extraños, como el tráfico de poder, la adquisición de influencia social ilegítima en provecho propio, o la información privilegiada para obtener beneficios ajenos al servicio profesional. El empleo que el docente haga de los conocimientos o destrezas para hacer daño (el principio de maleficencia) a los usuarios de su servicio, constituye la más grave de las infracciones de la ética profesional.
 
La veracidad del docente se refiere a que la comunicación con las personas (alumnos, compañeros, familias, representantes institucionales, etc.) tiene que estar basada en la convicción de los interlocutores de que cada uno dice lo que cree que es la verdad. Lo contrario a la veracidad es la mentira y el engaño. El docente debe gozar de prestigio en materia de integridad y honestidad, y actuar en consecuencia (Hirsch, 2008). Estas características son aspectos que se relacionan con el carácter y su estilo de vida. Poseer estos valores le permitirá brindar confianza a las personas a las que ofrece su servicio.
Nunca debe mentir. El docente presta un servicio público y produce un bien público. El papel público del docente no consiste sólo en las deliberaciones públicas con todos los afectados por el ejercicio de su profesión, ni sólo en fomentar el uso público de la razón; sino también en encarnar sus convicciones éticas en la vida cotidiana, generando un bien público. Ése es el valor del ejemplo del profesor, al que siempre se le ha dado tanta importancia en la educación.
Además, existe la necesidad de que un buen profesional docente conserve, mejore y actualice los conocimientos profesionales. Ha de estar al tanto de las nuevas teorías de la especialidad de su docencia, de las nuevas metodologías para facilitar el aprendizaje del alumnado, de la colaboración con los colegas de la profesión, de la colaboración con las familias y de las demandas de la sociedad. En otras palabras, tiene la obligación moral de actualizar sus conocimientos para mejorar la calidad técnica y humana del servicio que presta.
 5. La docencia y la formación ética para el cuidado 
La ética del cuidado entiende el proceso de enseñanza-aprendizaje como ocasiones para el encuentro moral humano. Desde la perspectiva de la ética del cuidado, el profesorado está interesado en el logro académico de su alumnado, pero más aún en el desarrollo de los estudiantes como personas morales. De modo que, además de ofrecer modelos de actividad intelectual, ofrece modelos de interacción personal, trata al alumnado con consideración y respeto, y les anima a tratarse entre ellos de modo similar.
Para promover el desarrollo moral, aumentando el ideal ético en los encuentros humanos, la ética del cuidado propone utilizar cuatro procedimientos: el modelado, el diálogo, la práctica y la confirmación (Noddings, 1988). El modelado es el primer procedimiento de la educación moral. Es el elemento que permite mostrar lo que significa cuidar, como cuando se muestra a un niño el modo en que ha dirigirse hacia su mascota. El propio ejercicio de la práctica del cuidado supone, para los demás, un ejemplo de cómo ha de ofrecerse y recibirse el cuidado.
Existe el posible peligro de focalizar en exceso la atención hacia la tarea de modelado y distraerse del verdadero sentido de la práctica del cuidado. De hecho, Noddings (2002) considera que normalmente se ofrece el mejor modelado posible cuando se cuida sin ser conscientes de ello, es decir, cuando se cuida como una forma de ser y estar en el mundo. Por eso, aconseja que, si se ha de reflexionar sobre algo mientras se practica el cuidado, ha de ser sobre la propia relación de cuidado: cómo es recibido nuestro cuidado, si es nuestra respuesta la adecuada, si nuestras acciones ayudan o perjudican. Es decir, el modelado ha de tener como finalidad el encuentro moral de las personas, no la mera demostración de una práctica.
El procedimiento del diálogo en la educación moral muestra la propia fenomenología de la práctica del cuidado. Es decir, quien cuida presta atención o es absorbido momentáneamente por la persona cuidada, y esta última recibe y atiende los esfuerzos de quien cuida. En este sentido, el diálogo tiene como requisito previo una relación de confianza y comprensión (Noddings, 2003b). Se trata de un diálogo entre agentes morales, que invita a la comprensión de uno mismo y de la otra persona, es decir, a la comprensión interpersonal.
La escuela no debe ignorar los asuntos que están en el corazón de la existencia humana y es necesario que los estudiantes dialoguen de forma abierta, sobre todo, aquello que les pueda interesar o inquietar, aunque resulten ser asuntos controvertidos. Algunos docentes son reacios a este tipo de propuestas, porque consideran que existe un riesgo previsible de adoctrinamiento o imposición de determinados valores particulares. Piensan que los asuntos relacionados con los valores deben ser tratados en el ámbito privado (en la familia y en la iglesia), y no en la escuela como espacio público. Sin embargo, la ética del cuidado considera que los centros educativos son los lugares ideales para examinar, con aprecio y pensamiento crítico, los valores, las creencias y las opiniones.
El componente de la práctica es indispensable, porque la capacidad para la atención interpersonal ha de ser practicada para ser aprendida. Para desarrollar la capacidad de cuidar y de ser sensible a las necesidades de los demás hemos de ocuparnos en actividades en las que se ofrece cuidado y atención a otras personas (Noddings, 2002). La finalidad del componente práctico no es otra que la mejora del ideal ético, del sentido de vínculo entre las personas y de la renovación del compromiso con la receptividad. Es decir, la práctica del cuidado se aprende participando en actividades de servicio a los demás.
En los centros docentes los estudiantes también podrían participar en actividades de servicio, de modo que el mantenimiento y la creación de ambientes agradables fuera un esfuerzo compartido con la comunidad civil. La finalidad de estas experiencias es la propia práctica del cuidado, a la misma vez que la adquisición de competencias profesionales. Además, es bueno invitar al alumnado a ayudarse unos a otros y a trabajar juntos, no sólo para mejorar en lo académico, sino para ganar en competencias sobre la práctica del cuidado. Se propone el uso de pequeños grupos que compitan entre sí como forma de aprendizaje cooperativo y también se invita a que el alumnado se implique en servicios a la comunidad, ofertados desde la escuela como experiencias educativas (Puig, Batlle, Bosch y Palos, 2008).
El componente de la confirmación parte de la premisa de que la imagen que las personas reciben sobre sí mismas tiene la capacidad de mejorar y nutrir el ideal ético o de destruirlo. Se trata de responder ante los actos poco o nada éticos, de forma tal que se ofrezca al alumnado una imagen mejor de sí mismo. Se trata de atribuir a su comportamiento la mejor motivación posible, en consonancia con su realidad; de manera que se considere que el acto en cuestión no es un reflejo completo de quien lo cometió (Noddings, 2002).
 A modo de conclusión 
Para que los procedimientos educativos anteriores sean eficaces, se requieren relaciones interpersonales lo suficientemente profundas como para conocer bien la realidad, las motivaciones y los intereses del alumnado, al que se quiere devolver una imagen positiva de ellos mismos, y se necesita tiempo para que se establezcan relaciones de confianza. Lo importante en una docencia ética es que se despierte en el alumnado antes que nada su sentimiento de seguridad personal, que se preste atención a sus talentos y que se les brinde confianza. Entonces acudirán a los centros escolares con preguntas interesantes que les plantea la vida y la profesión que desean ejercer, y de ese material se deberá tejer el temario de enseñanza. Ésa es la fuente más profunda de la que brota el interés por el aprendizaje.

 Referencias 
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 Para citar este artículo, le recomendamos el siguiente formato: 
Vázquez, V. y Escámez, J. (2010). La profesión docente y la ética del cuidado. Revista Electrónica de Investigación Educativa [Núm. Especial]. Consultado el día de mes de año en: http://redie.uabc.mx/contenido/NumEsp2/contenido-verdera.html
 
1Este concepto lo ha desarrollado ampliamente B. R. Barber (2000), y se refiere a dar argumentos en público para alcanzar lo que se entiende por bien común para todos los miembros de la sociedad.
 
*  Departamento de Teoría de la Educación
    Universidad de Valencia 
 
Cortesías: Universidad de Valencia 
                   Avda. Blasco Ibáñez 30
                   46010, Valencia, España 
 

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