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lunes, 11 de julio de 2016



Para ejercer el oficio de maestro

En este quehacer se necesita tener tacto y aprender a ver y a oír para llegar a nuestros interlocutores y cumplir con los propósitos educativos.

Carlos Augusto Hernández (*)

Formarse como maestro es…
Aprender a dialogar, a comunicar, y saber lo que se enseña.
Encontrar el espacio para descubrir el sentido de la tarea, mediante el conocimiento de los distintos significados que históricamente ha tenido.
Desarrollar la capacidad de oír, dialogar y aprender.
Apropiar herramientas para analizar el entorno en el que se va a trabajar y construir unas estrategias de acción propias.
Desarrollar la autonomía y la responsabilidad frente al sentido de la tarea.
Interrogarse siempre sobre el oficio y conocer a los estudiantes.

La tarea del maestro es una tarea central de la sociedad que hace posible la apropiación por parte de las nuevas generaciones de una herencia simbólica acumulada por la humanidad. La sociedad (como ya lo sabía Aristóteles) se fundamenta en la comunidad de ciertas ideas -de verdad, de bien y de justicia-. Compartir esas ideas da consistencia a la sociedad. La educación construye la comunidad alrededor de esas ideas. Sin educación no hay sociedad.

Más allá de estas generalidades, la definición del quehacer del educador es, en sí misma, otra tarea que debe partir de un diálogo abierto y permanente entre los mismos maestros y entre ellos y su entorno social. La escuela de hoy tiene que abrirse más a sus contextos, que inevitablemente entran a ella, y ello exige replantearse el oficio del maestro tanto en el salón de clases como en la comunidad.

La escuela es un espacio donde se construye conocimiento todo el tiempo y se aprende siempre. Aprender es armarse para la vida, pero también abrir espacios para la imaginación; prepararse para vivir y trabajar e imaginar futuros posibles. Formar, como se sabe, es actualizar en cierto modo las potencialidades del ser humano.

El maestro debe preguntarse entonces sobre el sentido de lo que hace y debe discutirlo; debe seleccionar y jerarquizar lo que es importante del legado simbólico que recoge y que entrega, y aclarar, a sí mismo y a los estudiantes, el porqué de su relevancia.

La tarea del maestro es distinta en los diferentes contextos sociales y geográficos de un país tan diverso y con tantas contradicciones como el nuestro. No es lo mismo trabajar en el centro que hacerlo en la periferia de las ciudades; no es lo mismo trabajar en contextos sociales relativamente estables que en lugares en donde se viven las tensiones propias de la violencia; no es lo mismo trabajar con alumnos que cuentan con todos los recursos que hacerlo en condiciones de enorme pobreza.

Aprender a ver y a oír.

Desde la época del trivium y el cuadrivium la escuela se ha centrado en el lenguaje. Lo primero que el maestro enseña es un lenguaje que permite apropiar la herencia simbólica, mediante la cual las personas pueden construir su identidad y su autonomía, expresarse y comunicarse con otros, elegir e imaginar futuros. Somos seres que habitamos en el lenguaje y que garantizamos nuestra continuidad a
través de él. Por otra parte, este acumulado simbólico, que permite enfrentar y resolver problemas de la vida, cambia a las personas y tiende un puente entre el pasado y el presente, entre nosotros y otros, reconociéndonos como sujetos históricos y colectivos.

Es decir, gracias al lenguaje llegamos a ser conscientes de nuestra trascendencia.
Entonces, ¿qué de ese acervo recogido a lo largo de la historia de la humanidad es legítimo aprender? Es una inquietud que el maestro debe empeñarse en responder. Hoy pareciera que es fundamental adquirir un conocimiento sobre el propio cuerpo y lo que él hace posible, y sobre el medio ambiente; no sólo por sus efectos sobre la salud y la calidad de vida, sino porque las investigaciones en biología y ecología nos han demostrado que estamos destruyendo nuestras
posibilidades de supervivencia como especie. La escuela podría ayudarnos a cuidar de nosotros mismos y del medio ambiente. También es fundamental aprender a preocuparnos por los otros; a cuidar de los otros y del entorno social: deberíamos saber có- mo viven, se vinculan y trabajan las personas, no só- lo las cercanas, también las más lejanas que quizás no veremos nunca. En la escuela es posible aprender la idea de comunidad humana, reconociendo la identidad y la diversidad existente en las culturas y las organizaciones sociales.

La escuela básica, más que pensar en saberes disciplinarios, debe reconocer los problemas reales de la vida y cómo apropiar los lenguajes para abordarlos de manera enriquecedora y legítima. El maestro comprometido busca que lo que enseña tenga un sentido y da las herramientas a los estudiantes para que puedan ver lo dado y lo posible, para conocer, imaginar y transformar.

En síntesis, la tarea del maestro es contribuir a que las personas aprendan a vivir en su mundo, entre los demás. Para eso se necesita ser capaz de leer, no solamente los textos, sino los fenómenos de la naturaleza, los intereses y las expresiones de los otros. Asimismo, se trata de interpretar esa lectura, tomar distancia de ella y pensar en los condicionantes que nos hacen pensar como pensamos.

Hay tres elementos esenciales que la escuela debe desarrollar y que el maestro enseña y tiene que aprender: el ver y el oír para conocer y compartir.

La importancia del tacto

Aprender es construir significados, y sabemos por la pedagogía que un componente central para este fin es el diálogo, que es posible gracias a la disposición del maestro y a la apertura del discípulo. Comprender es estar abierto a los otros, como nos enseñaba Hanna Arendt.
El diálogo, el paradigma más aceptado de la pedagogía contemporánea, le ha puesto al maestro la tarea de estar abierto, lo cual significa estar aprendiendo al mismo tiempo, reconocer los talentos y crear espacios para desarrollarlos. Por eso es necesario que reflexione sobre su quehacer, de manera individual y colectiva, sobre qué es legítimo enseñar y sobre los condicionamientos de esa legitimidad.

Asimismo tiene que saber trabajar en equipo, una forma de tomar conciencia de que también se aprende de los compañeros.
Pero hay algo básico en ese cómo enseñar y es lo que Helmhölz llamaba tacto, que puede asimilarse a sabiduría y prudencia. En un país como el nuestro, en donde se requiere intensificar las relaciones
entre escuela y comunidad, y en donde esas relaciones pueden ser tan diversas, es recomendable que el maestro tenga tanto la capacidad de la apertura como la de la prudencia. Tacto también quiere decir el estar a la altura de la tarea y cuidar de sí mismo y de los demás. Giordano Bruno decía que hay un placer que es superior a todos los demás: el placer de conocer. El deseo de conocer es un deseo que cuando se satisface produce aún más deseo, hasta el punto de que la emoción de conocer se convierte en el placer más grande que pueda imaginarse y en el que se abren siempre horizontes infinitos. Por eso es importante desarrollar un espíritu de indagación que nos mantenga receptivos al goce de la pregunta, una exigencia que de alguna manera tiene que construirse en una forma real de relación con el trabajo. En síntesis, el cómo fundamental es que el maestro aprenda todo el tiempo; que reconozca que tiene mucho que enseñar y mucho que aprender.


Nuestros interlocutores

La psicología del desarrollo, la sociología y la antropología ofrecen muchas pistas sobre a quién se le habla. Bernstein muestra cómo la escuela, al utilizar un “código lingüístico elaborado” con respecto al
“código restringido” que se maneja en la vida cotidiana, se convierte en un filtro social. En el lenguaje de la vida cotidiana cuentan el gesto y la ocasión y no se necesitan palabras para sustituirlos, mientras que el código elaborado implica una relación con lo escrito a la cual no han accedido todos los alumnos.

Bernstein ha comprobado que los sectores sociales más desposeídos manejan un código más distante del que se emplea en la escuela y que, por lo tanto, suponer que todos los estudiantes están en igualdad de condiciones frente al discurso del maestro es una gran equivocación. El maestro trata de ser justo y calificar a todo el mundo con la misma medida, pero cumple, sin darse cuenta, la tarea
de discriminar algunos sectores. El o ella tiene que partir de estas enormes diferencias y establecer un diálogo casi individual con los estudiantes, sin desconocer los aportes del trabajo grupal que contrarresta hasta cierto punto la fuerza discriminatoria de los lenguajes.

Cuando los maestros procuran reconocer las capacidades, los talentos e intereses de sus estudiantes, la imagen de la clase no puede ser otra que la de unas simultáneas de ajedrez. Es indispensable admitir que nunca habrá suficientes maestros y que es
necesario ampliar su número, sobre todo si se piensa que ahora el maestro no dialoga sólo con los estudiantes
sino también con la comunidad.

La escuela es, entonces, un lugar en donde aparece, se piensa y se convoca la comunidad. Y eso amplía el universo de los interlocutores con quienes el maestro repiensa el sentido de su tarea. Además, la escuela busca formar ciudadanos que van creciendo como individuos autónomos, capaces de ser productivos y de participar en decisiones sociales, individuos conscientes de su naturaleza social y capaces, por tanto, de dialogar. Asumir la pregunta de a quién se le enseña supone una extraordinaria sensibilidad por parte del maestro y una disposición y apertura que sólo se comprenden en la medida como se concibe el oficio de educador como una vocación que compromete la vida.

De los propósitos
Se enseña para hacer posible la apropiación y el disfrute de la riqueza
cultural, a fin de que los que aprenden puedan satisfacer sus necesidades materiales y simbólicas y puedan desarrollar su sensibilidad y emplearla para el goce de las creaciones humanas y para vivir y construir sociedad. En Colombia formamos para un Estado Social de Derecho. Tenemos que enseñar para la participación, para la solidaridad y para la construcción de una autonomía que sean coherentes con un ideal de justicia social.

El para qué enseñar es una pregunta difícil, que no puede responderse antes de una ineludible discusión entre maestros y sociedad en torno a los derroteros comunes que persigue la educación. Demanda comprensión de la enorme importancia que tiene la tarea del maestro, diálogo y disposición para construir colectivamente, pensamiento y reflexión sobre el tipo de sociedad que tenemos y que queremos. El del maestro es un quehacer que implica dedicación, disposición hacia el aprendizaje y la investigación
permanentes, disciplina y autocrítica para aprender y ampliar el horizonte de lo que uno es capaz de ver.

El maestro comprometido con su oficio da lo mejor de sí para formar personas con criterio, capaces de comprometerse. Sólo quien está comprometido con la pregunta puede formar personas capaces de comprometerse con la pregunta, sólo quien está comprometido con la búsqueda de la verdad puede formar personas que se interesen por buscarla.


(*) Carlos Augusto Hernández es docente de la Universidad Nacional de Colombia. Estudió Física y Filosofía. Ha investigado sobre educación durante muchos años, desde colectivos como el Grupo Federici, que en la década del ochenta se planteó interrogantes sobre el sentido de educar y la tarea del maestro, y en el proyecto Cucli, Cucli, que diseñó materiales educativos para Básica y Media. Ocupó la Vicerrectoría Académica de la Universidad Nacional, fue miembro del Consejo Nacional de Acreditación, pertenece a una colegiatura de la Universidad Nacional y el Icfes y es miembro del Consejo de Estudios Científicos en Educación de Colciencias. Desarrolló recientemente una investigación sobre el uso del video argumental en la enseñanza de las ciencias, que produjo cinco videos y un libro sobre la vida y la obra de Galileo Galilei. En la actualidad socializa dicho material con 50 maestros escogidos por la Secretaría de Educación del Distrito.