Un tema principal para la política educativa en el
cambiante mundo de hoy es el papel de las escuelas en el desarrollo de un
espíritu cívico, de responsabilidad social y de conducta moral. Esto puede
tener que ver con los cursos regulares de educación cívica pero va también
bastante más allá. La mayor parte de los países de la región han atravesado
serias crisis económicas que en algunos parecen haber cedido, y en otros aún
continúan. Fuertes migraciones han tenido lugar, e importantes perturbaciones
sociales las han acompañado, con la consiguiente disgregación de las culturas tradicionales
y la solidaridad social basada en vínculos personales. La pobreza extrema, los
regímenes autoritarios, los sistemas jurídicos rígidos y los derechos humanos
debilitados han afectado la integración social y la moralidad individual, creando
anomia y descontento.
El papel de las familias en el desarrollo de
valores y ciudadanía no puede ser subestimado. Sin embargo, cuando estas se
quiebran, los padres encaran un ambiente hostil y su habilidad para comportarse
como buenos ciudadanos se debilita, y lo mismo sucede con su capacidad para
formar a sus hijos en este terreno. Esto termina por poner un peso todavía más
grande sobre los hombros de las escuelas, que tienen que hacer su parte y
además, compensar por las limitaciones de muchas familias. De hecho, puede ser
que la principal justificación para la escuela pública sea la transmisión de
valores y normas de una generación a la siguiente. Es fácil estar de acuerdo
con este principio, pero su implementación es mucho más difícil.
La educación cívica en las escuelas de América
Latina, tal como en otras partes del mundo, tiende a ser vista como un curso o
materia adicional a ser incluida en el plan de estudios, o añadida al contenido
de los cursos de estudios sociales. Con frecuencia, en estos cursos se
enfatizan los valores nacionalistas, a juzgar por lo que se puede observar en
los textos. En la mayoría de los casos, la educación cívica mezcla información
que familiariza al estudiante con la manera en que funciona el gobierno de su
país, los derechos y obligaciones consagrados en la Constitución, e intentos
por despertar lealtad al país, cuando no al régimen particular en el poder. Estos
esfuerzos no deben considerarse con desprecio. Aprender cómo funciona un país y
cuáles son las reglas vigentes es valioso en sí mismo. Pero no debería
confundirse la transmisión de esta información con el papel de la escuela en el
desarrollo de la ciudadanía, la responsabilidad social y los valores morales.
Es mucho más difícil saber si los cursos
convencionales de educación cívica contribuyen al desarrollo de estas cualidades
en los estudiantes.
Hay, no obstante, fuerte evidencia de que
los niños aprenden valores que se practican en la escuela, no los que se
predican en una clase de educación cívica. Los niños aprenden valores
observando conductas y ejemplos, no leyendo libros o escuchando la prédica de
un maestro (Cole, 1996; Dreeben, 1968). En las buenas escuelas, la estructura
misma y la organización del salón de clases transmite valores y normas.
En la buena educación, los niños son premiados por
los maestros cuando asumen actitudes cooperativas y tolerantes, cuando
completan sus tareas a tiempo y cuando se esfuerzan y distinguen
académicamente.
Las normas son claras y todo el mundo es tratado
de acuerdo a las mismas. La conducta ética es recompensada, la conducta anti-social
penalizada. La generosidad y la tolerancia reciben estímulo. La escuela enseña
a través de la práctica cotidiana, llevando a una internalización de valores y
normas conducentes a la convivencia social pacífica y constructiva. Las
implicaciones de estas consideraciones no son triviales. Apuntan a la necesidad
de preocuparse con la integridad y seriedad de las instituciones escolares, más
que exclusivamente con el contenido de disciplinas específicas que figuran en
el plan de estudios. Si buenas escuelas son aquellas que socializan a los
estudiantes para que se conviertan en ciudadanos responsables, es importante
mejorar el “ethos” de las escuelas, su orgullo de ser instituciones serias,
convertirlas en mejores lugares de aprendizaje y en mejores sistemas sociales
en los que estudiantes, maestros, administradores y familias interactúen,
siguiendo reglas justas e imparciales.
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