Los panaderos de la enseñanza
Autor:Aníbal de Castro
La polvareda de los años se asienta sobre la memoria y cubre
paulatinamente recuerdos, añoranzas, amores, desamores, alegrías y tristezas en
un proceso imparable que igual puede ser bálsamo o castigo. Poderoso
instrumento es el olvido, que deshace a jirones la historia de nuestras vidas y
llena de confusión episodios que no logramos ya aprehender con la propiedad
debida. La biología inevitable aligera así esa otra carga, la de haber sido.
Sin embargo, los hechos son tozudos, como dijo ya alguien a quien sus
aduladores han relegado. También lo son aquellas influencias que han servido de
fuelle a la existencia social. En la etapa de madurez, readquieren todo su
vigor porque hay ya la quietud de espíritu para aquilatarlas en toda su
plenitud. Desde el anonimato, las figuras de la niñez y la adolescencia
renacen, se imponen a la niebla de los años y provocan en nosotros nostalgias
inenarrables. En las gracias a la vida tenemos que incluirlas con respeto y
reconocerles el espacio que ocuparon y nunca desalojarán. Pese a las
distancias, la inconsistencia de los afectos y la condena que es la
cotidianidad.
Somos colectivo e individuo. Conviven el yo y el nosotros en simbiosis
imperfecta muchas veces. Es en la adaptación del yo al nosotros donde se incuba
la ciudadanía. Y donde emerge el protagonismo de quienes con dedicación casi
siempre mal reconocida fueron determinantes en nuestra socialización. Maestros
fueron, los forjadores de la zapata sobre la que se asienta todo lo que hemos
sido y aún podemos ser.
Parecería pequeño el gesto, mas no lo es. La decisión gubernamental de
fijar en quince mil pesos mensuales la pensión mínima de los maestros en retiro
va más allá de una simple operación aritmética. Trasciende la suma, modesta si
se la compara con las grandes carencias y sacrificios de los panaderos de la
enseñanza. Aunque la metáfora haya perdido brillo, nada más apropiado que
elevar la educación a la categoría de alimento. Solo que del espíritu, y
determinante de la utilidad y satisfacción del binomio ya esbozado: colectivo e
individuo.
De Aristóteles, cuya influencia cardinal en el pensamiento occidental
nunca ha cesado, proviene esta ilustrada descripción de cuánto importa el
maestro para la práctica ciudadana: "Aquellos que educan a los niños bien
merecen más reconocimiento que quienes los procrean; porque estos solo les
dieron vida, y aquellos, el arte de vivir bien".
Nuestro idioma ha sido justo al apartarse de la tradición romana en la
designación de los educadores. En vez de literato, como correspondía a quien
enseñaba en la escuela pública en la Antigüedad, adoptamos maestro, referido en
el latín original, magister, a quien había alcanzado el nivel más elevado en su
profesión y aún usado en los títulos de posgrado. Los estadios de desarrollo de
los pueblos pueden medirse de acuerdo a la precedencia de tres grupos
fundamentales: sacerdotes, soldados y maestros. Ya en la sociedad del
conocimiento, ¿quién sino el maestro merece ocupar la cúspide? Transita el
reconocimiento por condiciones laborales adecuadas, retribución más espléndida,
oportunidades de formación y un retiro honroso. A cada quien según sus méritos,
pero no habrá mejor país sin mejores maestros.
Afortunado, quizás. Consecuencia de otras épocas y el predominio de
otros valores, quizás. A nadie debo tanto como a esos orientadores de mis
primeros años, cuando aprendí a dominar las letras y remontar hasta cifras que
estimaba prodigiosas. Mi primera maestra me rechazó en principio. No por tacha
alguna o porque me precediera fama de travieso, sino porque apenas frisaba unos
pocos años. Permitió, sin embargo, que acompañara de cuando en vez a mi hermano
mayor, y desde un rincón de la única aula de esa escuela privada en un
villorrio olvidado, escuchaba las instrucciones básicas que impartía Georgina
Zarzuela (doña Yonya), pelo de nieve, elocución refinada y paciencia corta.
Eran pocos los estudiantes en aquel parvulario particular que solo el carácter
irreductible de una mujer austera, casada con el magisterio, podía mantener en
un costado de su casa.
Una vez alumno formal, con el empuje de doña Yonya y la amenaza
ocasional de su regla alcancé ese estadio de satisfacción que ha descrito
Vargas Llosa como el más trascendente en su vida: control de los rudimentos de
la lectura y la escritura. Cuando accedí a la escuela pública, pasé sin
sobresalto la prueba de escribir en la pizarra, bajo las miradas inquisitivas
de profesor y alumnos: "Esta es Tatica. Este es Fellito". Corría con
ventaja gracias a los afanes de mi primera maestra.
Nunca sentí reparo alguno en quebrar el sueño de las madrugadas para
repasar la lección del día, forzosamente a la luz de una lámpara de gas.
Emprendía con alegría la jornada escolar y los tiempos de vacaciones no eran el
atractivo de hoy en dìa. Las paredes de bloques sin pintar, grises, de la
Escuela Primaria Luis A. Weber no me parecían tristes, ni pobres sus pisos de
cemento rústico, ni incómodos los pupitres de madera para dos alumnos. La
dedicación y empeño de mis primeros maestros suplían todo aquello con creces, y
hasta el aislamiento de aquel pueblo hendido por el paralelo acerado del
Ferrocarril Sánchez-La Vega. Lo he comprendido a cabalidad: esos maestros
humildes se habían propuesto empujarnos a cruzar sin temor las barreras de la
aldea. Querían que soñáramos un mundo diferente, al que con su ayuda y el
esfuerzo propio podíamos acceder. Ignoro de dónde les vino la entereza, pero
fueron capaces de inspirarnos. Y al vernos avanzar en el trajín de aprender
algo nuevo cada día, cumplían su propósito de vida, de entrega a la causa de la
educación.
No supe de materiales didácticos ni de juegos educativos. Sí de las
sonrisas dulces y las frases amables de Nilda Rosa Almonte (Buse), responsable
de que franqueáramos el primer valladar, el sexto curso y los exámenes
oficiales que venían desde la capital lejana. Nos había preparado bien. Su
carácter nunca se descompuso por las travesuras de un alumnado en el que había
gente casi tan vieja como la profesora. Tenía el don de mutar lo difícil en
fácil; y en esa tarea la acompañaban siempre su espíritu reposado y la destreza
que ganó por disciplina propia.
Llegaba la escuela de Hostos hasta el octavo curso. Allí esperaba
Enedina Fawcett, de los pocos maestros que no eran originarios de Hostos. De
rostro adusto, implacable con el orden y siempre dispuesta a dar explicaciones
adicionales si la torpeza de sus alumnos así lo requería, nos llevó sin
sobresaltos hasta el final de aquel ciclo educativo con el que concluyeron mi
formación básica y mi vida pueblerina. La recuerdo regordeta, con una sombrilla
como extensión de su personalidad, en alerta continua para el combate contra el
sol o la lluvia.
Hay un antes que requiere un poco más de espacio en este después. Ramona
se llamaba, y por lo corta de su visión desbordada por cataratas le añadieron
la Ciega. Inicialmente era la conserje de la escuela. Cuando dejaba a un lado
la escoba y los paños de desempolvar pupitres, vendía las pocas golosinas que
podíamos disfrutar en el recreo. Rodeada por una turba de estudiantes que
gritaban voz en cuello y todos a la vez su demanda azucarada, Ramona la Ciega
abría y cerraba aquella caja de madera que aprisionaba los sabores codiciados
de caramelos, hojaldres y otros atentados contra el buen apetito, obligatorio
en el catálogo disciplinario paterno.
Su tesoro no era el inventario de delicias que casi siempre liquidaba en
un santiamén, sino su hija, Esperanza Santos, profesora a los 18 años en un
pueblo de la costa nordeste y luego trasladada al terruño natal donde nos
encontramos en el quinto curso de la primaria. Pese a lo menguado de sus
recursos, había logrado graduarse de bachiller y enrolarse en la carrera
docente. Recuerdo a una Ramona esmirriada, malhumorada siempre y pobremente
vestida, pero con su Esperanza enrumbada hacia una carrera brillante en la pedagogía
dominicana.
Con aquella maestra humilde advino un cambio importante. Traía alguna
experiencia y había vivido fuera del pueblo. Además, a su paso dejaba una
estela de energía, de ímpetu renovador y una dedicación sorprendente. Me ganó
de inmediato y creo correspondí con mi aplicación al interés que puso en mi
formación. En la clase de la profesora Esperanza se acrecentó mi apego a la
lectura y surgió mi inclinación por las letras. La retaba con el vocabulario
enriquecido por la afición a periódicos, libros y tiras cómicas.
Se esforzaba en enseñarnos gramática y en que mejoráramos la caligrafía.
Corregía con interés las composiciones y los comentarios al pie eran siempre
estimulantes. Con los demás profesores compartía la pasión por la disciplina y
veía al alumnado como una gran familia de la que era tan responsable como los
progenitores.
Se aplicó a sí misma sus enseñanzas y tomó senderos más amplios pero
cubiertos con acierto por su talento y un sentido de superación envidiable. Fue
directora de la Escuela República Dominicana, en Santo Domingo. Cursó estudios
superiores en los Estados Unidos y ocupó la dirección de los estudios de
posgrado en APEC. En mis horizontes que competían en pequeñez con mi edad,
nunca avizoré a alguien tan humilde llegar tan lejos. Como ocurre con los
atletas, en la búsqueda de la excelencia el competidor más exigente es uno
mismo. Las barreras desaparecen ante el envite de la voluntad, del
convencimiento de que hay estadios superiores a los que podemos aspirar y
llegar.
Pese a los achaques de salud que han venido con los años, Esperanza
Santos aún conserva esa vitalidad con que a diario enfrentaba la tarea de
enseñar en aquella escuela del pueblo donde nacimos. Retirada ya, es como parte
de la familia y los vínculos han sido más fuertes que el calendario.
Cuando leía la información sobre el aumento de las pensiones a los
docentes y el júbilo que invadió como un contagio a los asistentes a la reunión
donde se hizo el anuncio, pensé de inmediato en esos maestros de los tantos
pueblos y parajes olvidados que hay en la geografía nacional. Muchos
envejecerán en las aulas, condenados a la mediocridad y a la imposibilidad de
estirar el salario hasta que cubra el mes. Otros abandonarán la carrera a la
caza de un futuro más halagüeño, de reconocimientos y fortunas mayores.
Se es maestro por vocación, tanto o más que por formación. Educar es un
arte que se perfecciona y, apoyado en la psicología, busca la manera más
expedita de enseñar. No se limita a inducirnos a aprender reglas, manejar cifras
y adentrarnos en los secretos de la naturaleza por vía de la ciencia. Al
maestro le corresponde introducirnos a la vida, a manejarnos en sociedad y
convertir el conocimiento en utilidad al servicio del yo y nosotros. Sobre
ninguna otra profesión recae tanta responsabilidad. A ningún otro extraño a la
familia se le exige que modele con el cincel invisible de la enseñanza al
futuro ciudadano.
He llevado todos mis maestros al altar de los héroes. Porque de ellos me
ha llegado una savia que no se agota, y una curiosidad por aprender sobre la
que la polvareda de los años nunca ha conseguido asentarse.
adecarod@aol.com
Cortesías: DiarioLibre
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