Una de las preguntas frecuentes, asociada a las funciones de la escuela, ha sido el interrogante en torno a si la escuela sirve, a quiénes y para qué.
A continuación, °Patricia Redondo abre ese interrogante y vincula la pregunta de este dossier acerca de "para quién y de quién es la escuela" con la pregunta sobre a quién le sirve y para qué.
Borronear alguna respuesta a esta pregunta nos sitúa frente a una cuestión central y compleja referida a si la escuela tiene que servir para algo o alguien. Si se sostiene la pertinencia de la pregunta, cabe pensar que tal como se encuentra la escuela hoy, rápidamente se puede responder
que no sirve y, por el contrario, si se mira la situación social de decenas de miles de niños, adolescentes y jóvenes, es factible afirmar que afortunadamente existen las escuelas para que una parte de esta población -indeseable para la sociedad- esté dentro de las escuelas.
Es posible, entonces, pensar que estamos transitando un momento de opacidad sobre su papel. Con relación a la primera respuesta y tomando como punto de partida el hecho de que la escuela sea una construcción social e histórica que expresa una forma de escolarización hegemónica de hace más de doscientos años, habla de que es susceptible de ser transformada y superada en el marco de la dinámica de los cambios sociales, políticos, económicos y culturales.
Asimismo, es sencillo en un arco discursivo heterogéneo, hallar argumentos que permiten sostener que la escuela no sirve, ya que -y a modo de ejemplo- no responde a los requerimientos del mercado laboral, no forma en términos de ciudadanía para una sociedad democrática, no incluye a los sectores sociales más vulnerables, no educa en valores, no resuelve el tema de
la violencia, no enseña saberes actualizados, etcétera. Es decir que, de acuerdo con el posicionamiento de los diferentes sectores sociales y actores sociales y políticos, la escuela responderá o no a sus intereses particulares ligados a la educación.
Del mismo modo, se plantea la afirmación contraria: que la escuela sirve sobre todo a los más pobres, que es la institución privilegiada para educar en valores, la que puede incluir a las generaciones nuevas excluidas del terreno de sus derechos, la que puede reemplazar lo que
las familias no pueden etcétera, etcétera. El señalamiento que quiero realizar es que plantear de este modo la pregunta habilita a responder de modo dicotómico con puntos a favor o en contra. Entonces, ¿cuál es la pregunta, o cuáles son las preguntas, para pensar la escuela hoy?
Como contrapunto, desde un lugar propio de enunciación, es posible sostener que aún sirve pero que requiere de transformaciones radicales y urgentes que sean sostenidas. Respecto de a quiénes sirve la escuela, la inquietud es que si solo es pensada como cerco de contención para
las nuevas generaciones, no las está reconociendo como sujetos educativos.
Pasando en limpio y con el objeto de abrir alguna polémica, plantearía lo siguiente: si la escuela se cristaliza como el espacio en el cual se reparte un conocimiento anquilosado, empobrecido en su potencialidad de producir experiencia y como contención de la violencia social, no hay un
horizonte de inclusión social que reenvíe otros sentidos a la escuela. Cabe señalar, además, que en la actualidad se condensan en el espacio escolar de modo inédito todo tipo de dificultades y se conjugan, al mismo tiempo, la desigualdad con la fatiga, la ausencia de un mayor protagonismo estatal y de la sociedad civil con la dimisión de una posición educadora; la falta de articulación de las políticas estatales con una sobrecarga de problemas y tareas en la escuela. Es sencillo imaginar que, mientras no se alteren las condiciones estructurales del sistema educativo, la escuela se reproduce infinitamente en sus prácticas institucionales y educativas -más allá de los
programas estatales que la atraviesen, que no alteran los núcleos más duros de las instituciones educativas-, que pueden estar inscriptas en renovados discursos sobre la equidad, la calidad y/o la igualdad, ya sea como se la nombre, pero que sobre todo tienen lugar en un proceso al que nadie sabe exactamente cómo ponerle freno: un proceso de declinación. Declinación del deseo de enseñar y aprender; deseo que al ausentarse en el espacio escolar adquiere presencia traducido en padecimientos múltiples de docentes, directores, alumnos y comunidades; y produce, desde equipos técnicos y de quienes gobiernan la educación, claves de lectura reducidas y esquemáticas
sobre lo que acontece.
Parece ser que todos podemos hablar sobre la escuela y responder -diría, banalmente- la pregunta que titula este texto a sabiendas de que hay otros fenómenos a los que nadie puede referirse sin inquietarse hasta la médula. En la escuela hay algo de lo desconocido, innombrable que acontece y que se escapa al lenguaje de la política y del discurso educativo instituido,
con frecuencia anclado en el sentido común.
Para que estas reflexiones adquieran cierta claridad, intento proponer lo siguiente: si todos y ninguno podemos responder a esta pregunta construida como un "sirve o no sirve" o "a quiénes
sirve y a quiénes no", lo que sucede es que se construyen respuestas dicotómicas y monolíticas, que podemos ejemplificar sin inconveniente pero que desertifican la discusión política. Al mismo tiempo, se posterga un auténtico debate en la sociedad sobre la urgencia de poner en marcha transformaciones verdaderas -en términos materiales y simbólicos- a riesgo de que, al no hacerlo, más allá de la buena voluntad de diferentes actores, el acto educativo en las escuelas públicas en nuestro país se termine de cristalizar de modo instrumental como una sumatoria de saberes mínimos para sujetos mínimos de acuerdo con el sector social que se atiende.
Y, a pesar de ello, todos durmamos tranquilos. Se satura el discurso sobre la escuela, tanto de retóricas igualitarias que no se terminan de traducir en la vida cotidiana de las escuelas, como también de descalificaciones apresuradas que más que pensar, inventar o proponer otras alternativas, son expresión de discusiones de otro siglo.
Por ello, responder a esta pregunta requiere de un acto de rebeldía, una apuesta, un pensamiento activo y colectivo que subvierta el orden de lo dado e imagine en prospectiva una escuela que no se debata entre asistir o enseñar, entre obtener los recursos imprescindibles para sobrevivir o
enseñar, contener la violencia o enseñar, mediar los conflictos o enseñar, etcétera. Con excesiva frecuencia se nombra como escuela a una institución que no se reconoce a sí misma como una institución privilegiada, y con capacidad de filiar a los sujetos y vincular a las generaciones nuevas con los saberes, la cultura, la ciudadanía, la justicia y otras experiencias sociales y educativas.
¿Qué pasa con quienes las habitan?
Inquietud y contradicción En ocasiones, teniendo el privilegio de conocer realidades educativas de diferentes puntos del país, lo que emerge es una mezcla de emoción y pensamiento sobre aquellos que día a día sostienen la tarea escolar. Emerge traumáticamente la contradicción de pensar: ¿qué más se le puede pedir a alguien que trabaja en estas condiciones? Y, a la vez, la
conciencia de que sin otro plus -es más, sin actos educativos- la escuela ha dejado de ser escuela. A modo de ejemplo, hago referencia a dos diálogos con docentes de diferentes puntos del país. La primera, que en un momento específico de capacitación no podía despojarse de un sentimiento de mucha impotencia sobre la realidad social de sus alumnos; la segunda, que espeja en su rostro la realidad de los adolescentes en situación de extrema pobreza, presentados por los medios de comunicación, ya como víctimas de un orden social injusto, o como victimarios. Pasemos a los relatos:
I. "Hoy se acercó una madre, tenemos muchos chicos que faltan por estar enfermos, es que las viviendas en las que viven son muy precarias. A mi alumno de dos años, hijo de la madre que me vino a ver hoy, lo cubre con diario para abrigarlo por la noche. (...) Las lluvias perforan las chapas y se destruye toda protección".
Esta maestra se encontraba en un espacio de capacitación en servicio, derecho al que aspiran miles de docentes de otros lugares del país y, sin embargo, la posibilidad de estar allí para formarse se cruzaba con una realidad que inundaba el espacio y sobre la que no se esbozaba una solución. Su relato ponía en evidencia que, para que la posibilidad de aprender y enseñar se materialice, no alcanza con la escuela; no es suficiente, ya que para poder enseñar y que la escuela sirva, los niños tienen que poder estar en las escuelas.
El estar en las escuelas parece así de obvio, pero no lo es tanto, no solo para que no estén en la calle sino para habitar un tiempo de infancia y la oportunidad y derecho de aprender. La soledad que expresaba con desgarro esta docente, parecía decir que ella misma quería que su cuerpo se
convirtiera en frazada, pero lo único que puede convertirse en frazada/abrigo/amparo/derecho para la infancia en la Argentina es algo que sucede en el orden de lo político. Políticas activas y articuladas que se asienten en el ejercicio responsable de la función pública y en la decisión de
no ceder en proteger, cuidar, asistir a los niños para que puedan ser acogidos/alojados como ciudadanos plenos por la sociedad y la cultura en clave de porvenir.
II. El segundo diálogo transcurrió unas horas atrás, con una integrante de un equipo directivo del conurbano bonaerense. Frente a la pregunta acerca de la situación de la escuela respondió:
"Ya llevamos este año cuatro adolescentes muertos, ahora estoy yendo al hospital para ver cómo está una nena accidentada que pertenece a una familia pobrísima.".
No es la primera vez que una se encuentra con este relato. ¿Qué cuentas se sacan hoy en las escuelas? Si una se aproxima y escucha con atención a docentes y directores a lo largo de nuestro país, la cuenta de los adolescentes que se suicidan, se ausentan por semanas enteras o son asesinados o fallecen por falta de atención crece de modo alarmante, pero su gravedad no parece ser un tema de la agenda pública. ¿Qué cuenta debemos hacer con el tiempo de la historia? Frente a estas situaciones que se reiteran con excesiva y nauseosa frecuencia, cabe interrogarse acaso,
¿es que la escuela puede hacer algo? La respuesta se ancla en una contradicción, puede y no puede.
¿Es posible que un profesor pueda enseñar logaritmos y la teoría del caos en estas condiciones?
Y allí retorna, lacerante, la pregunta, frente a estas realidades:
¿la escuela les sirve a sus alumnos y a las familias?
¿A quién y para qué sirve la escuela?
Por mi parte, sostendría que en las condiciones actuales, la situación es muy difícil aunque los indicios que recogemos es que los profesores y maestros tienen mucha tarea por hacer y hacen -efectivamente- mucha tarea.
Una de ellas -la primera, tal vez- es reponer un tiempo de enseñanza, tiempo que no se circunscriba justamente a las circunstancias y urgencias más próximas, sino -como Zambrano nos inspira desde sus textos filosóficos- un tiempo desujetado, un tiempo y una gramática de la escuela que rasgue con dolor el sentido del enseñar, que no deje dormir a quienes tienen que responder en el plano de las políticas, que discuta e instale un espacio abierto y culturalmente plural, que instale frente a la caída de todo sentido una trama más abierta de significados y oportunidades educativas, una trama coherente que le permita plegarse, ensancharse y casi desaparecer, sin rutas preparatorias pero con la certeza de que aún se torna necesario y de que vale la pena pararse y erguirse frente a la devastación. Pararse y fortalecerse en la fisura que se
abre entre el "no se puede", del nada sirve, del imposible.Y, desde allí recoger lecciones de otros, de otros legados, de otras transmisiones.
Lección I
Tiempo atrás, una madre de sectores populares me relataba que ella sabía que la escuela a la que iban tres de sus siete hijos no era la misma a la que iban otros chicos de su misma edad y pensaba que, en general,"los políticos" se olvidaban de los pobres excepto en tiempos de calendario electoral. Sin embargo, ella creía que sus hijos tenían que terminar la escuela. Ella y su marido no escribían, no podían ayudarlos con su tarea; suponía que los maestros y profesores no se daban cuenta de que muchas veces los padres, no es que no quieren ayudar a sus hijos en la casa, sino que no pueden. Se avergonzaba por ello. Pero. frente a la falta de ganas de sus hijos de estudiar, el padre albañil que trabajaba desde muy pequeño decidió llevarlos una madrugada a su trabajo. Salieron temprano y en silencio, hacía frío, tomaron dos colectivos y llegaron a la obra. Sin más, les mostró el balde, la cuchara y sus herramientas de trabajo, por delante se deshilvanó el día sin pausa; estuvieron allí junto con él, volvieron a la noche fatigados y hambrientos. El padre les dijo con pocas palabras, que quería que fuesen a la escuela para aprender porque si no, solo tendrían -en el mejor de los casos- un balde y una cuchara para defenderse en la vida.
Lección II
Era un edificio al que no se lo había llevado el río; nuevamente había escuela. Maestros con guardapolvo blanco. El tiempo transcurría apacible como suele suceder en los parajes rurales, donde llegan pocos y se cuentan con las manos los que están. Maestros en comunidades wichis,
casas donde los ancianos ocupan su lugar, las abuelas tejen y el fuego permanece siempre encendido.
A media mañana, los gritos de la maestra alteraron el lugar. ¡¿Hacia donde van los niños en el recreo?! Ellos, tranquilos, salían por un momento de la escuela. La directora, baqueana conocedora de esa cultura, les hizo aprender la ausencia de muros y cercos entre dicha comunidad y la escuela.
La decisión de que no hubiera gritos ni sanciones, al mismo tiempo que la imperiosa necesidad de una educación intercultural bilingüe que legitimara la lengua materna e incluyera las estructuras lingüísticas que recibieron a los alumnos de la escuela en el mundo.
Más tarde, la producción de imágenes en video sobre la comunidad invitaron a las familias a acercarse y -por primera vez- se vieron en una pantalla. La llave de la escuela se alojó en las manos de los ancianos que cada fin de semana contemplaban con asombro esa producción; los maestros, formados en una cultura blanca y occidental, se asombraban de que la escuela no
les perteneciese solo a ellos, ya que allí se había construido un nos-otros, una escuela -comunidad o comunidad-escuela que abría sus puertas todos los días.
Poesía, pedagogía y política
Así como el poeta sueña, la pedagogía puede no renunciar a hacer de la escuela un lugar donde la educación acontezca y la política adquiera la presencia necesaria para no naturalizar la desigualdad, haciendo de cada día, un día con día que enlace el sentido público y político del
conocimiento con lo que a cada uno de nos-otros nos permite ser sujetos de derecho deseantes de otro por-venir. Para ello, la pregunta no será a quién/es le sirve la escuela sino que -en clave de experiencia- podrá pensarse como un territorio que, en el orden de la transmisión, anude generaciones incluyendo las diferencias, y dispute el modo en que se vincule la política con la
subjetividad, así como el derecho a la educación con el deseo de aprender y enseñar. Una apuesta al porvenir, aunque el presente aún no dibuje con claridad su contorno, para que la poética de otro devenir se instale frente a lo fatalmente determinado.
° Docente de Nivel Inicial y Magister en Educación, Coordinación del "Proyecto de Formación e Investigación para Escuelas de Sectores Populares" del SUTEBA.
Fuente: El Monitor/Ministerio de Educacion Chile.