El Ministerio de Educación de Singapur lanzó una campaña para animar a los profesores a tomarse en serio su trabajo, a partir de la historia de la señora Chong, una maestra a la que uno de sus alumnos nunca olvidará.
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martes, 24 de diciembre de 2013
Breviario:
La educación en valores:
Un tema principal para la política educativa en el
cambiante mundo de hoy es el papel de las escuelas en el desarrollo de un
espíritu cívico, de responsabilidad social y de conducta moral. Esto puede
tener que ver con los cursos regulares de educación cívica pero va también
bastante más allá. La mayor parte de los países de la región han atravesado
serias crisis económicas que en algunos parecen haber cedido, y en otros aún
continúan. Fuertes migraciones han tenido lugar, e importantes perturbaciones
sociales las han acompañado, con la consiguiente disgregación de las culturas tradicionales
y la solidaridad social basada en vínculos personales. La pobreza extrema, los
regímenes autoritarios, los sistemas jurídicos rígidos y los derechos humanos
debilitados han afectado la integración social y la moralidad individual, creando
anomia y descontento.
El papel de las familias en el desarrollo de
valores y ciudadanía no puede ser subestimado. Sin embargo, cuando estas se
quiebran, los padres encaran un ambiente hostil y su habilidad para comportarse
como buenos ciudadanos se debilita, y lo mismo sucede con su capacidad para
formar a sus hijos en este terreno. Esto termina por poner un peso todavía más
grande sobre los hombros de las escuelas, que tienen que hacer su parte y
además, compensar por las limitaciones de muchas familias. De hecho, puede ser
que la principal justificación para la escuela pública sea la transmisión de
valores y normas de una generación a la siguiente. Es fácil estar de acuerdo
con este principio, pero su implementación es mucho más difícil.
La educación cívica en las escuelas de América
Latina, tal como en otras partes del mundo, tiende a ser vista como un curso o
materia adicional a ser incluida en el plan de estudios, o añadida al contenido
de los cursos de estudios sociales. Con frecuencia, en estos cursos se
enfatizan los valores nacionalistas, a juzgar por lo que se puede observar en
los textos. En la mayoría de los casos, la educación cívica mezcla información
que familiariza al estudiante con la manera en que funciona el gobierno de su
país, los derechos y obligaciones consagrados en la Constitución, e intentos
por despertar lealtad al país, cuando no al régimen particular en el poder. Estos
esfuerzos no deben considerarse con desprecio. Aprender cómo funciona un país y
cuáles son las reglas vigentes es valioso en sí mismo. Pero no debería
confundirse la transmisión de esta información con el papel de la escuela en el
desarrollo de la ciudadanía, la responsabilidad social y los valores morales.
Es mucho más difícil saber si los cursos
convencionales de educación cívica contribuyen al desarrollo de estas cualidades
en los estudiantes.
Hay, no obstante, fuerte evidencia de que
los niños aprenden valores que se practican en la escuela, no los que se
predican en una clase de educación cívica. Los niños aprenden valores
observando conductas y ejemplos, no leyendo libros o escuchando la prédica de
un maestro (Cole, 1996; Dreeben, 1968). En las buenas escuelas, la estructura
misma y la organización del salón de clases transmite valores y normas.
En la buena educación, los niños son premiados por
los maestros cuando asumen actitudes cooperativas y tolerantes, cuando
completan sus tareas a tiempo y cuando se esfuerzan y distinguen
académicamente.
Las normas son claras y todo el mundo es tratado
de acuerdo a las mismas. La conducta ética es recompensada, la conducta anti-social
penalizada. La generosidad y la tolerancia reciben estímulo. La escuela enseña
a través de la práctica cotidiana, llevando a una internalización de valores y
normas conducentes a la convivencia social pacífica y constructiva. Las
implicaciones de estas consideraciones no son triviales. Apuntan a la necesidad
de preocuparse con la integridad y seriedad de las instituciones escolares, más
que exclusivamente con el contenido de disciplinas específicas que figuran en
el plan de estudios. Si buenas escuelas son aquellas que socializan a los
estudiantes para que se conviertan en ciudadanos responsables, es importante
mejorar el “ethos” de las escuelas, su orgullo de ser instituciones serias,
convertirlas en mejores lugares de aprendizaje y en mejores sistemas sociales
en los que estudiantes, maestros, administradores y familias interactúen,
siguiendo reglas justas e imparciales.
sábado, 14 de diciembre de 2013
EDUCACIÓN.
Tomar prestado el futuro de nuestros hijos.
El 6° Foro Mundial de Ciencia se inauguró en Brasil la semana pasada en medio
del opulento esplendor del teatro municipal en el centro de Río de Janeiro. Fue
la primera vez que el evento se realizó fuera de su país natal, Hungría.
Su tema principal fue “Ciencia para
el Desarrollo Global Sostenible”, enmarcado por Irina Bokova, directora general
de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia
y la Cultura) en su discurso de apertura, con la frecuentemente citada oración
atribuida al Jefe Seattle, líder nativo americano: “no heredamos la Tierra de
nuestros ancestros; la tomamos prestada de nuestros hijos”.
Este poderoso mensaje sigue siendo
inspirador y trágico al mismo tiempo; inspirador en el sentido de que se basa
en la noción central de sostenibilidad, y trágico porque subraya el destino de
tantas personas en todo el mundo durante el siglo pasado. El mensaje sirve como
advertencia y como estímulo a la acción para la comunidad del desarrollo.
Tres cosas me llamaron la atención
durante el foro. La primera, el énfasis en la educación no resulta sorprendente
en vista del séquito de experimentados académicos presentes, provenientes de
más de 100 países. La segunda, el llamamiento para que haya voces más jóvenes
en tan magnos eventos como estos foros, lo cual justifico por la alta
proporción de hombres canosos, entre ellos yo mismo. Por último, me llamó la
atención la cantidad de aceptación política más que la falta de ella, en el
debate de Río sobre ciencia y desarrollo sostenible.
La educación en el centro
En las discusiones del foro
resonaron términos clave como inequidad, política, gobernabilidad, integridad
científica, recursos naturales e innovación, pero transversal a todos ellos fue
la importancia y centralidad de la educación.
En consecuencia, la educación —y especialmente la educación científica—
surgió como la colaboradora clave del papel de la ciencia en el desarrollo
económico sostenible. Hubo acuerdo en que la educación temprana,
tradicionalmente asociada con la lectura, escritura y saber contar, también
debería incluir capacitación en habilidades de razonamiento. La capacidad de
razonar es, por supuesto, fundamental para una verdadera alfabetización
científica, en lugar de la capacidad de aprender hechos, lo que a veces puede
sofocar las habilidades de pensamiento creativo que demanda la ciencia.
Conversé con Eduardo Viotti, asesor
de política de ciencia y tecnología del Senado brasileño. El señaló una
“desconexión” entre las políticas de ciencia, tecnología y sostenibilidad por
un lado y la esfera política por el otro. Viotti opinó que los parlamentarios
que dedican una gran parte de su tiempo a estos temas tienden a no ser
reelectos porque el tiempo para el rédito político de estas iniciativas se
enmarca en el largo plazo mientras que las elecciones deben ganarse en el corto
plazo.
Una de las pocas cosas que se puede
hacer para influir en esta desconexión, en su opinión, es combatir la falta de
cultura científica de la población, no solo con la educación formal sino
también mediante la difusión del conocimiento científico y el aumento de la
popularización de la ciencia.
Como bien me lo dijo Viotti: “si
tuviéramos gente mejor educada en ciencias y matemáticas, y si la población
estuviera más relacionada con estos temas, serían más favorables y pacientes
para apoyar estas iniciativas [de sostenibilidad]”.
Pero así como se necesita crear una
población con cultura científica, también se requiere una generación de líderes
con conocimientos científicos, y he aquí un papel que le toca cumplir a los
científicos jóvenes.
Un contagioso espíritu de ‘poder hacer’
Esto me remite a mi encuentro con
Mande Holford, científica de la ciudad de Nueva York, cuya pasión y “trabajo
vespertino” —según sus propias palabras— es identificar nuevos científicos de
todas partes del mundo pero especialmente de América Latina y África que tienen
una voz y quieren que se oiga. Ella quiere contagiar al mundo con la energía,
el entusiasmo y el espíritu de ‘poder hacer’ de lo que está sucediendo en la
ciencia y tecnología para hacer frente a los retos de promover el desarrollo
mundial sostenible.
La organización que representa se
conoce como WAYS (siglas en inglés de Asociación Mundial de Científicos
Jóvenes). Su objetivo es servir como un puente para que políticos y científicos
se encuentren. Los científicos jóvenes, según Holford, deberían participar más
en eventos como el Foro Mundial de Ciencia.
Por último, repasemos el papel de
los líderes del mundo en este proceso de garantizar que las futuras
generaciones estén equipadas para afrontar el mundo que les estamos dejando,
recordando las palabras del Jefe Seattle. Noté una evidente ausencia de lo que
yo llamaría liderazgo político de peso en Río. Si bien los apremiantes asuntos
de estado son, obviamente, las prioridades de los parlamentarios, los video-mensajes
de apoyo no constituyen un sustituto de las presentaciones personales.
Científicos y políticos necesitan
pasar juntos mucho más tiempo y, en algunos casos, quizás incluso entre las
mismas personas. Como me comentó Holford: “queremos estar en las salas de
juntas, queremos estar tras bambalinas, queremos estar en el congreso, queremos
ser invitados a participar en los comités de dirección. No queremos oír hablar
de eso después. Queremos darle forma, y queremos hacerlo. Y la forma de lograrlo
es identificando las personas dinámicas y apoyándolas”.
Esperemos que en los futuros Foros
Mundiales de Ciencia al menos alguna de estas aspiraciones se haya hecho
realidad.
Kaz Janowski
Editor SciDev.Netmartes, 10 de diciembre de 2013
A DIARIO CON JESUCRISTO
09/12/2013.
La Obediencia Bíblica:
Amor + Confianza + Acción
“Si vosotros me amáis, obedecerán mis
mandamientos.” (Juan 14:15 NVI)
En medio de todo el ajetreo y
el bullicio de esta temporada, hagamos una reflexión de la primera navidad. ¿Te
has puesto en los zapatos de José?, un joven que se da cuenta que su prometida
está embarazada, diciendo que fue visitada por un ángel y que el bebé era de
Dios. ¡Y ella quiere que le crea!
En un instante, el mundo de
José fue puesto boca abajo. Y no es la forma en la que se suponía debería de
ser. Simplemente no tenía sentido.
¿Conoces ese sentimiento? Tal
vez tus finanzas repentinamente empeoran, o hay despidos en el trabajo, o
recibes noticias de salud críticas en tu familia. ¿Cómo reaccionarías? ¿Que
harás cuando las cosas en tu vida no tengan sentido?
Dios le dijo a José que hacer,
y eso cambio todo. José eligió obedecer a Dios aunque él no entendía que era lo
que estaba pasando. Actualmente, la palabra “obedecer” tiene un contexto
negativo. Vemos la obediencia como forzada, indecisión a hacer algo que en
realidad no queremos hacer pero estamos temerosos del castigo.
Pero esa obediencia no la
encontramos en la Palabra de Dios. Obediencia en la Biblia significa esto: amor
+ confianza + acción. Empieza con amor, como Jesús dijo en Juan 14:15 “Si
ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (NVI). Obediencia viene de saber
que Dios te ama y tú le amas.
Mucha gente cree que obediencia
es estar temeroso de Dios, pero Dios nos quiere ver obedeciéndole en una
relación de amor. Y el resultado del amor es la confianza. Si tienes confianza
en lo que Dios te está diciendo y crees que Dios te ama, eso te llevará a tomar
acción.
Necesitas tener los tres,
porque la acción sin amor, es sólo religión aprendida – y amor sin acción son
sólo palabras.
José fue capaz de aceptar lo
que María y el Ángel le dijeron a causa de su relación con Dios. Él sabía que
Dios lo amaba, y él amaba a Dios. Él confió en Dios y escogió hacer lo que Dios
le dijo. Y a causa de eso, La vida de José todavía está impactando vidas hoy
día.
RW.
domingo, 8 de diciembre de 2013
Los panaderos de la enseñanza
Los panaderos de la enseñanza
Autor:Aníbal de Castro
La polvareda de los años se asienta sobre la memoria y cubre
paulatinamente recuerdos, añoranzas, amores, desamores, alegrías y tristezas en
un proceso imparable que igual puede ser bálsamo o castigo. Poderoso
instrumento es el olvido, que deshace a jirones la historia de nuestras vidas y
llena de confusión episodios que no logramos ya aprehender con la propiedad
debida. La biología inevitable aligera así esa otra carga, la de haber sido.
Sin embargo, los hechos son tozudos, como dijo ya alguien a quien sus
aduladores han relegado. También lo son aquellas influencias que han servido de
fuelle a la existencia social. En la etapa de madurez, readquieren todo su
vigor porque hay ya la quietud de espíritu para aquilatarlas en toda su
plenitud. Desde el anonimato, las figuras de la niñez y la adolescencia
renacen, se imponen a la niebla de los años y provocan en nosotros nostalgias
inenarrables. En las gracias a la vida tenemos que incluirlas con respeto y
reconocerles el espacio que ocuparon y nunca desalojarán. Pese a las
distancias, la inconsistencia de los afectos y la condena que es la
cotidianidad.
Somos colectivo e individuo. Conviven el yo y el nosotros en simbiosis
imperfecta muchas veces. Es en la adaptación del yo al nosotros donde se incuba
la ciudadanía. Y donde emerge el protagonismo de quienes con dedicación casi
siempre mal reconocida fueron determinantes en nuestra socialización. Maestros
fueron, los forjadores de la zapata sobre la que se asienta todo lo que hemos
sido y aún podemos ser.
Parecería pequeño el gesto, mas no lo es. La decisión gubernamental de
fijar en quince mil pesos mensuales la pensión mínima de los maestros en retiro
va más allá de una simple operación aritmética. Trasciende la suma, modesta si
se la compara con las grandes carencias y sacrificios de los panaderos de la
enseñanza. Aunque la metáfora haya perdido brillo, nada más apropiado que
elevar la educación a la categoría de alimento. Solo que del espíritu, y
determinante de la utilidad y satisfacción del binomio ya esbozado: colectivo e
individuo.
De Aristóteles, cuya influencia cardinal en el pensamiento occidental
nunca ha cesado, proviene esta ilustrada descripción de cuánto importa el
maestro para la práctica ciudadana: "Aquellos que educan a los niños bien
merecen más reconocimiento que quienes los procrean; porque estos solo les
dieron vida, y aquellos, el arte de vivir bien".
Nuestro idioma ha sido justo al apartarse de la tradición romana en la
designación de los educadores. En vez de literato, como correspondía a quien
enseñaba en la escuela pública en la Antigüedad, adoptamos maestro, referido en
el latín original, magister, a quien había alcanzado el nivel más elevado en su
profesión y aún usado en los títulos de posgrado. Los estadios de desarrollo de
los pueblos pueden medirse de acuerdo a la precedencia de tres grupos
fundamentales: sacerdotes, soldados y maestros. Ya en la sociedad del
conocimiento, ¿quién sino el maestro merece ocupar la cúspide? Transita el
reconocimiento por condiciones laborales adecuadas, retribución más espléndida,
oportunidades de formación y un retiro honroso. A cada quien según sus méritos,
pero no habrá mejor país sin mejores maestros.
Afortunado, quizás. Consecuencia de otras épocas y el predominio de
otros valores, quizás. A nadie debo tanto como a esos orientadores de mis
primeros años, cuando aprendí a dominar las letras y remontar hasta cifras que
estimaba prodigiosas. Mi primera maestra me rechazó en principio. No por tacha
alguna o porque me precediera fama de travieso, sino porque apenas frisaba unos
pocos años. Permitió, sin embargo, que acompañara de cuando en vez a mi hermano
mayor, y desde un rincón de la única aula de esa escuela privada en un
villorrio olvidado, escuchaba las instrucciones básicas que impartía Georgina
Zarzuela (doña Yonya), pelo de nieve, elocución refinada y paciencia corta.
Eran pocos los estudiantes en aquel parvulario particular que solo el carácter
irreductible de una mujer austera, casada con el magisterio, podía mantener en
un costado de su casa.
Una vez alumno formal, con el empuje de doña Yonya y la amenaza
ocasional de su regla alcancé ese estadio de satisfacción que ha descrito
Vargas Llosa como el más trascendente en su vida: control de los rudimentos de
la lectura y la escritura. Cuando accedí a la escuela pública, pasé sin
sobresalto la prueba de escribir en la pizarra, bajo las miradas inquisitivas
de profesor y alumnos: "Esta es Tatica. Este es Fellito". Corría con
ventaja gracias a los afanes de mi primera maestra.
Nunca sentí reparo alguno en quebrar el sueño de las madrugadas para
repasar la lección del día, forzosamente a la luz de una lámpara de gas.
Emprendía con alegría la jornada escolar y los tiempos de vacaciones no eran el
atractivo de hoy en dìa. Las paredes de bloques sin pintar, grises, de la
Escuela Primaria Luis A. Weber no me parecían tristes, ni pobres sus pisos de
cemento rústico, ni incómodos los pupitres de madera para dos alumnos. La
dedicación y empeño de mis primeros maestros suplían todo aquello con creces, y
hasta el aislamiento de aquel pueblo hendido por el paralelo acerado del
Ferrocarril Sánchez-La Vega. Lo he comprendido a cabalidad: esos maestros
humildes se habían propuesto empujarnos a cruzar sin temor las barreras de la
aldea. Querían que soñáramos un mundo diferente, al que con su ayuda y el
esfuerzo propio podíamos acceder. Ignoro de dónde les vino la entereza, pero
fueron capaces de inspirarnos. Y al vernos avanzar en el trajín de aprender
algo nuevo cada día, cumplían su propósito de vida, de entrega a la causa de la
educación.
No supe de materiales didácticos ni de juegos educativos. Sí de las
sonrisas dulces y las frases amables de Nilda Rosa Almonte (Buse), responsable
de que franqueáramos el primer valladar, el sexto curso y los exámenes
oficiales que venían desde la capital lejana. Nos había preparado bien. Su
carácter nunca se descompuso por las travesuras de un alumnado en el que había
gente casi tan vieja como la profesora. Tenía el don de mutar lo difícil en
fácil; y en esa tarea la acompañaban siempre su espíritu reposado y la destreza
que ganó por disciplina propia.
Llegaba la escuela de Hostos hasta el octavo curso. Allí esperaba
Enedina Fawcett, de los pocos maestros que no eran originarios de Hostos. De
rostro adusto, implacable con el orden y siempre dispuesta a dar explicaciones
adicionales si la torpeza de sus alumnos así lo requería, nos llevó sin
sobresaltos hasta el final de aquel ciclo educativo con el que concluyeron mi
formación básica y mi vida pueblerina. La recuerdo regordeta, con una sombrilla
como extensión de su personalidad, en alerta continua para el combate contra el
sol o la lluvia.
Hay un antes que requiere un poco más de espacio en este después. Ramona
se llamaba, y por lo corta de su visión desbordada por cataratas le añadieron
la Ciega. Inicialmente era la conserje de la escuela. Cuando dejaba a un lado
la escoba y los paños de desempolvar pupitres, vendía las pocas golosinas que
podíamos disfrutar en el recreo. Rodeada por una turba de estudiantes que
gritaban voz en cuello y todos a la vez su demanda azucarada, Ramona la Ciega
abría y cerraba aquella caja de madera que aprisionaba los sabores codiciados
de caramelos, hojaldres y otros atentados contra el buen apetito, obligatorio
en el catálogo disciplinario paterno.
Su tesoro no era el inventario de delicias que casi siempre liquidaba en
un santiamén, sino su hija, Esperanza Santos, profesora a los 18 años en un
pueblo de la costa nordeste y luego trasladada al terruño natal donde nos
encontramos en el quinto curso de la primaria. Pese a lo menguado de sus
recursos, había logrado graduarse de bachiller y enrolarse en la carrera
docente. Recuerdo a una Ramona esmirriada, malhumorada siempre y pobremente
vestida, pero con su Esperanza enrumbada hacia una carrera brillante en la pedagogía
dominicana.
Con aquella maestra humilde advino un cambio importante. Traía alguna
experiencia y había vivido fuera del pueblo. Además, a su paso dejaba una
estela de energía, de ímpetu renovador y una dedicación sorprendente. Me ganó
de inmediato y creo correspondí con mi aplicación al interés que puso en mi
formación. En la clase de la profesora Esperanza se acrecentó mi apego a la
lectura y surgió mi inclinación por las letras. La retaba con el vocabulario
enriquecido por la afición a periódicos, libros y tiras cómicas.
Se esforzaba en enseñarnos gramática y en que mejoráramos la caligrafía.
Corregía con interés las composiciones y los comentarios al pie eran siempre
estimulantes. Con los demás profesores compartía la pasión por la disciplina y
veía al alumnado como una gran familia de la que era tan responsable como los
progenitores.
Se aplicó a sí misma sus enseñanzas y tomó senderos más amplios pero
cubiertos con acierto por su talento y un sentido de superación envidiable. Fue
directora de la Escuela República Dominicana, en Santo Domingo. Cursó estudios
superiores en los Estados Unidos y ocupó la dirección de los estudios de
posgrado en APEC. En mis horizontes que competían en pequeñez con mi edad,
nunca avizoré a alguien tan humilde llegar tan lejos. Como ocurre con los
atletas, en la búsqueda de la excelencia el competidor más exigente es uno
mismo. Las barreras desaparecen ante el envite de la voluntad, del
convencimiento de que hay estadios superiores a los que podemos aspirar y
llegar.
Pese a los achaques de salud que han venido con los años, Esperanza
Santos aún conserva esa vitalidad con que a diario enfrentaba la tarea de
enseñar en aquella escuela del pueblo donde nacimos. Retirada ya, es como parte
de la familia y los vínculos han sido más fuertes que el calendario.
Cuando leía la información sobre el aumento de las pensiones a los
docentes y el júbilo que invadió como un contagio a los asistentes a la reunión
donde se hizo el anuncio, pensé de inmediato en esos maestros de los tantos
pueblos y parajes olvidados que hay en la geografía nacional. Muchos
envejecerán en las aulas, condenados a la mediocridad y a la imposibilidad de
estirar el salario hasta que cubra el mes. Otros abandonarán la carrera a la
caza de un futuro más halagüeño, de reconocimientos y fortunas mayores.
Se es maestro por vocación, tanto o más que por formación. Educar es un
arte que se perfecciona y, apoyado en la psicología, busca la manera más
expedita de enseñar. No se limita a inducirnos a aprender reglas, manejar cifras
y adentrarnos en los secretos de la naturaleza por vía de la ciencia. Al
maestro le corresponde introducirnos a la vida, a manejarnos en sociedad y
convertir el conocimiento en utilidad al servicio del yo y nosotros. Sobre
ninguna otra profesión recae tanta responsabilidad. A ningún otro extraño a la
familia se le exige que modele con el cincel invisible de la enseñanza al
futuro ciudadano.
He llevado todos mis maestros al altar de los héroes. Porque de ellos me
ha llegado una savia que no se agota, y una curiosidad por aprender sobre la
que la polvareda de los años nunca ha conseguido asentarse.
adecarod@aol.com
Cortesías: DiarioLibre
miércoles, 4 de diciembre de 2013
El Quijote en el aula
Crisol didáctico para el encuento de la lengua, la cultura y el discurso
El Quijote, crisol didáctico para el encuento de la lengua, la cultura y el discurso está destinado a profesores de español. Pretende ahondar en la interacción entre la lengua y la cultura, a través de la lectura del texto cervantino. Mediante el análisis de seis unidades (cinco breves fragmentos y un capítulo de la primera parte del Quijote en su versión auténtica y no adaptada), se propone una explotación didáctica para construir en el aula de español tres competencias básicas: la competencia cultural, la competencia discursiva, y la competencia literaria. Para ello, se han diseñado tres secciones en cada unidad: en la Competencia docente I, —Construir una lectura—, se promueve una reflexión sobre el texto para hacer una lectura propia del mismo; en la Competencia docente II, —Leer para enseñar—, leemos el texto como profesores, analizando los contenidos discursivos, léxico-gramaticales, literarios y culturales con los que podemos familiarizar al estudiante a través de su lectura. Por último, en la Competencia docente III, —Diseñar actividades—, el profesor encontrará una secuencia didáctica de actividades para seis sesiones de trabajo, con los objetivos y las sugerencias necesarios para llevarlas a la clase de español.
A través del debate creado para este proyecto, el profesor podrá comentar esta propuesta e intercambiar ideas con otros profesores que la hayan aplicado en sus clases, pues se trata de una obra en construcción.
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